Obituario

A Josep Maria Loperena: "Querido amigo, volveremos a París"

Josep Maria Loperena era la más pura esencia de lo que entendemos por ‘un señor de Barcelona’, esa clase rara, valiosa y prácticamente extinguida

Josep Maria Loperena.

Josep Maria Loperena. / Archivo

Ferran Monegal

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Le conocí en los 70. El teatro fue el primer nexo. Él estaba acabando una larga y fructífera trayectoria como director escénico. Con el Teatro Nacional había recorrido toda la España invertebrada. En Barcelona ningún teatro le era ajeno. El desaparecido Moratín de la calle Muntaner sobre todo. Las madrugadas nos quedábamos de centinelas en Boadas, y en la también volatilizada coctelería Rafael… Ya emergía su otro yo, el de abogado laboralista implacable y de primera --hijo de abogado, nieto de notario—siempre al lado de la parte más débil y frágil de una empresa: los trabajadores, la masa asalariada como solían decir entonces los incipientes neocón. Tuvo un papel muy relevante y valiente en la defensa de Joglars, sometidos a juicio militar sumarísimo por ‘La torna’. Pasaban los años y Loperena, para lo que de él pudieras necesitar, siempre estaba ahí.

Tenía un sentido del humor afilado y una ironía brillantísima. Nos reuníamos en su casa de Consell de Cent y desplegaba una pantalla, que cubría de arriba abajo toda la pared del fondo del salón, y nos lo pasábamos pipa revisando y disfrutando películas eternas. Terminábamos en el bar del Majestic, o en el Jazz Club de la Ronda Universitat, que estaban a tiro de piedra. En nuestros días de vacaciones solíamos viajar juntos. En una coctelería de la Via Veneto de Roma, las balas de plata nos ponían sublimes. En Lisboa nos entraba una gran melancolía con los fados del extraordinario fadista Antonio Rocha. Pero los fines de año los solíamos pasar en París. Él, su esposa Gloria Martí, y su hijo Txema tenían un apartamento en Le Marais, y nosotros, que íbamos en tropa –mi esposa Xita, nuestros hijos Blai y Aleix, nuestra nuera Maria y desde 2012 también nuestro nieto Marc—nos hospedábamos en un hotelito de la rue Turenne, aledaño a la Place des Vosges. Despedíamos las últimas noches del año sumergidos en los musicales del Châtelet, del Mogador, del Comèdia Mugler Follies… y siempre, siempre, una visita ilusionante y obligada a Le cirque d’Hiver que la familia Bouglione tiene instalado en la rue Amelot. ¡Ah! Aunque Loperena y yo ya éramos calvos, nuestra risa era la más infantil.

       Estos últimos tres años del delirante 'via crucis' del ‘procés’ nos habíamos distanciado un poquito. La puta política. Pero solo un poquito. Lo peor ha sido el covid, que nos ha dejado huérfanos de abrazos y de risas. Alguien dijo una vez de Loperena que, además de haber nacido en Algüaire, era la más pura esencia de lo que entendemos por "un señor de Barcelona", esa clase rara, valiosa y prácticamente extinguida. Para mí y mi familia ha sido un amigo que no nos ha fallado nunca. Querido Loperena, no hay despedida. No te has ido. Como mucho un 'à bientôt'. Volveremos a París.