Contexto

La erosión de la democracia

Todo cuanto procede de Estados Unidos tiene un enorme poder de penetración, y el ‘trumpismo’ no es una excepción: su influencia no ha dejado de crecer los últimos cuatro años y los sucesos del miércoles acaso lo hayan reforzado

Trump acepta una "transición ordenada" tras el asalto de sus seguidores al Capitolio

Trump acepta una "transición ordenada" tras el asalto de sus seguidores al Capitolio

Albert Garrido

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La turba variopinta que el miércoles asaltó el Capitolio acabó con la pretendida excepcionalidad estadounidense. Si del presidente George W. Bush se dijo que estaba “casi genéticamente imbuido de la idea de una superioridad moral de América” (Alain Frachon y Daniel Vernet), de su deber mesiánico de sembrar la democracia, aunque fuese recurriendo a la fuerza, la incitación de Donald Trump a herir la soberanía popular ha acabado con el último mito de la edad de la inocencia estadounidense por si tal cosa no se había consumado antes. “Pensamos que éramos diferentes, mejores, incluso excepcionales”, escribe Sergio Peçanha en ‘The Washington Post’, “pero aquí estamos”.

La semilla para llegar a este “aquí estamos” se plantó con el apoyo dispensado por el ‘establishment’ del Partido Republicano desde el instante en que decidió apoyar al emergente Tea Party hace poco más de una década. Los ideólogos neocon encontraron un espacio de confort para sus designios en esa mezcla de desconfianza extrema con el poder federal, conservadurismo a ultranza e impugnación general de los profesionales de la política, una atmósfera que permitió a personajes ágrafos como Sarah Palin aspirar a la vicepresidencia de Estados Unidos. La llegada al puente de mando de un personaje como Trump fue solo cosa de tiempo; la crisis financiera de 2007-2008 y el daño que infligió a las clases medias hicieron el resto.

Sueños alimentados

El paso siguiente, la decadencia de la razón (Alfonso Armada, en estas páginas), permitió la agresión al Parlamento, cuya repercusión irá más allá de Estados Unidos y alimentará los sueños de cuantos buscan erosionar los regímenes democráticos, exaltar el nacionalismo y desprestigiar la aldea global liberada de diferentes formas de supremacismo blanco. La arremetida de Trump y sus seguidores contra las instituciones ha sumado Estados Unidos a la larga lista de escenarios con líderes que, como resume la analista Amanda Taub, pretenden desmantelar el sistema “para retirar las restricciones a su poder”. ‘Grosso modo’ se ha concretado el temor expresado a comienzos de este siglo por el sociólogo Alan Wolfe: “La posibilidad de que ya no sea posible la estabilidad democrática que ha mantenido al país unido desde la guerra civil”.

De ahí que el estupor causado por las imágenes difundidas por las televisiones de todo el mundo no tengan un efecto disuasorio, sino estimulante para quienes en todas partes acogieron la victoria de Trump en 2016 como un triunfo propio. En la algarada hubo más bien un ingrediente incitativo para la extrema derecha que sigue las enseñanzas que durante el mandato de Trump han procedido de la Casa Blanca; en esa momentánea vulneración del orden constitucional hay una pista a seguir por el populismo ultra en entornos menos sólidos que el estadounidense para preservar el orden democrático. Todo cuanto procede de Estados Unidos tiene un enorme poder de penetración, y el ‘trumpismo’ no es una excepción: su influencia no ha dejado de crecer los últimos cuatro años y los sucesos del miércoles acaso lo hayan reforzado.