Opinión | Editorial

El Periódico

El azote populista en EEUU

El aún presidente Trump ha degradado el sistema político de su país hasta niveles difíciles de creer. Es trabajo de Biden recoser el tejido político y social de EEUU

Seguidores de Trump durante el asalto al Capitolio, este miércoles.

Seguidores de Trump durante el asalto al Capitolio, este miércoles. / AHMED GABER

El asalto a la democracia perpetrado por una multitud de seguidores de Donald Trump incitados, motivados, inspirados o guiados por el presidente (es de suponer que la justicia acabará dirimiendo cuál es el verbo exacto) no es solo un hecho sin precedentes de una trascendencia inconmensurable, sino una muestra fehaciente de la fragilidad de la democracia y de los valores que protege. Como escribió Hillary Clinton en medio del fragor del asalto del miércoles al Capitolio de Washington, la democracia mostró su flanco más vulnerable y la insurrección adquirió por momentos el perfil de un desafío global a las reglas básicas que inspiran la cultura democrática frente a la arbitrariedad, el sectarismo y la persecución de la disidencia que caracterizan a las autocracias y a los regímenes totalitarios.

Durante los cuatro años del mandato de Trump se ha insistido hasta la saciedad en la peligrosidad del personaje, en su egocentrismo desmedido, en sus reacciones imprevisibles y en la derrota antidemocrática de sus compañeros de viaje, de cuantos alentaron su candidatura y encubrieron su desprecio por las instituciones, por el doble principio de control y equilibrio de poderes en que se fundamenta la república estadounidense. Trump ha sido siempre un lobo vestido de lobo, en feliz expresión de un analista, aunque quienes jalearon sus desmanes lo presentaran hasta la oprobiosa jornada como un patriota empeñado en restaurar la grandeza de la nación. Nunca lo fue: su populismo nihilista logró superar la degradación de la presidencia causada por Richard Nixon con el caso Watergate (1972-1974).

Por esta razón es preciso sustanciar responsabilidades, como reclaman cada vez más voces, no solo en la figura de Trump y su insensato llamamiento a acosar las dos cámaras del Congreso, sino en los políticos, asesores, lobistas y medios de comunicación, dentro y fuera del Partido Republicano, que hicieron posible el último acto de una presidencia bochornosa. Es un requisito ineludible para sanear el sistema en el plano interior, pero lo es también para defender el prestigio de la democracia en todas partes y desalentar a los movimientos de extrema derecha que encuentran en Trump y su entorno el manual a seguir para impugnar la soberanía popular. Por si alguna duda quedaba de los riesgos que entrañan las políticas divisivas y la polarización extrema, sin espacios intermedios para la concertación, el panorama en EEUU es una buena muestra de hasta dónde puede llegar la erosión del sistema. Todo cuanto lleva hecho la Casa Blanca desde que se cerró el escrutinio de la elección presidencial del 3 de noviembre ha buscado la confrontación a campo abierto; al tachar el recuento de fraudulento sin prueba alguna -60 recursos judiciales desestimados por los tribunales-, la rama más radical del trumpismo siguió al líder para pasar a la acción.

Esa es la herencia que recibe Joe Biden y que promete ser el eje de las tensiones sociales de todo tipo que se avecinan entre las dos mitades de un país herido. De poco valen las promesas de última hora de Trump, que garantiza una transición ordenada, porque las emociones y los agravios están a flor de piel. Es de temer del presidente una bravuconada final para enturbiar la ceremonia de juramento de su sucesor, el próximo día 20. Todo es posible con un Trump dispuesto a seguir en la política. Pero un hecho es firme: será Biden, y no él, quien a partir del 20 de enero tendrá la responsabilidad de recoser la sociedad y la política estadounidense.