ASALTO AL CAPITOLIO

La decadencia de la razón

Las palabras tienen consecuencias. Así se alimenta el fascismo.

Los seguidores de Trump tratan de acceder al Capitolio.

Los seguidores de Trump tratan de acceder al Capitolio. / EFE

Alfonso Armada

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H. L. Mencken fue el periodista más influyente del siglo XX en Estados Unidos. Como recuerda la gran edición en dos volúmenes en The Library of America de sus 'Prejuicios' (1919-1927), con un humor vitriólico y una inteligencia acerada, Mencken destrozó el provincianismo y la hipocresía de su patria. Basta abrir sus libros al azar para entender su capacidad para incomodar a todos los que se reconocían en ese espejo a la orilla del camino. ¿Qué habría dicho Mencken de lo ocurrido el 6 de enero en Washington?

No vi negros en las escaleras del Capitolio. Y desde luego había muchos menos policías y menos expeditivos para proteger la protocolaria sesión de las dos cámaras para ratificar los comicios del 3 de noviembre que en las manifestaciones que recorrieron el país tras la asfixia de George Floyd en Mineápolis: ocho minutos y 48 segundos bajo la rodilla de un oficial blanco. 

La turba se dirigió al Capitolio incitada por Donald Trump, todavía presidente, que a escasa distancia recordó que jamás reconocería su derrota, que nunca se rendirían. Antes de las elecciones ya había avisado de que solo perdería si había un fraude masivo. A pesar de haber perdido en sesenta instancias judiciales para corregir la incontestable victoria de Joe Biden y Kamala Harris, hace unos días intentó convencer como un imitador de 'El Padrino' al secretario de Georgia para que fabricara los 11.780 votos que le faltaban para revertir el resultado en ese estado. Gracias a Trump, el partido republicano perdió en la segunda vuelta los dos senadores por Georgia, y la mayoría que disfrutaba en el Senado. La ultraconservadora Kelly Loeffler, una de las derrotadas en Georgia, y que iba a votar contra la ratificación de Biden y Harris, reconoció: “En conciencia no puedo votar a favor después de lo visto”. El también republicano Mitt Romney dijo que la toma del Capitolio fue una “insurrección incitada por Trump”. Y, sin embargo, a pesar del asalto al Congreso, casi un centenar de congresistas siguieron defendido una realidad alternativa, insistiendo contra toda evidencia que el triunfo de Biden no había sido limpio.

En el recién publicado poemario 'Si esto sirviera para hablar del río. Diario poético del año de la pandemia' (Franz Microediciones), mi amigo Gonzalo Sánchez-Terán incluye un poema titulado ‘Setenta millones de racistas’. Fue escrito hace cuatro años. Ahora solo ha tenido que cambiar las cifras. Explica: “La mañana del 3 de noviembre de 2020 más de 72 millones de ciudadanos estadounidenses se levantaron de la cama y decidieron libremente que querían elegir como presidente de su país a un hombre que había hecho del racismo descarnado una de las grandes banderas de sus campañas y de su mandato, si no la principal. Como han demostrado diversos estudios (Oberhauser, Krier, y Kusow, 2019; Schaffner, 2018) los sentimientos racistas han sido determinantes para buena parte de los votantes de Trump. Al resto no les importó que su candidato hubiera ordenado enjaular a docenas de miles de niños, algunos de dos y tres años, separándolos de sus padres en la frontera”. 

Trump ha fundado su carrera en la mentira, en lo que llama “verdades alternativas”. Y millones de personas de la principal potencia de la Tierra han comprado esa realidad. La razón ya no juega ningún papel, ni la ciencia. Creen lo que su líder proclama: “el mejor presidente de la historia”. Es lógico que tache a los periodistas (como habría hecho con Mencken) de “enemigos del pueblo”. Porque demuestran que miente más que habla. Así mueren las democracias, así agoniza la democracia en América. Muchos republicanos que sostuvieron la política y las mentiras de Trump hasta la hora 25 rectificaron cuando el bombero en jefe había decidido como un nuevo Nerón añadir gasolina al fuego que él mismo había encendido “para defender la Constitución”. Un golpe de Estado posmoderno. Como el que se intentó dar en Catalunya bajo la apariencia de una defensa de una democracia basada en las emociones. Y saboteando la ley con una lectura torcida de la ley. Desde dentro. Las palabras tienen consecuencias. Así se alimenta el fascismo. Mientras no somos capaces, como Mencken, de ver la historia burlándose de nuestra estupidez, repitiéndose como una farsa trágica.

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