Fiestas iluminadas

Más pólvora, por favor

Me gustan los fuegos artificiales porque son un chute de fantasía, incomible como plato único, pero una guarnición ideal para que ser sea vivir, no pasar por la vida

Fuegos artificiales para recibir el 2021 en Barcelona

Fuegos artificiales para recibir el 2021 en Barcelona / Manu Mitru

Silvia Cruz Lapeña

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Él quiso saber por qué me gustan tanto los fuegos artificiales y solo atiné a decir "por el contraste". Añadí algo sobre el cielo oscuro y el fogonazo brillante. Y alguna vaguedad sobre el resultado, increíble, logrado con algo tan sencillo como un puñado de pólvora

De niña creía que pirotecnia venía de pirueta porque en el pueblo de mi padre, en fiestas, sacaban a la calle un artilugio que simulaba ser un toro que daba vueltas sin parar mientras expulsaba centellas por unos cuernos que tampoco dejaban de girar. Me fijaba más en el movimiento que en el fuego, de ahí la confusión etimológica. Quizás también por eso pienso que el amor no es química sino física: espacio y tiempo.

Recuerdo las advertencias de los mayores: "ponte ropa que no prenda", "no te acerques demasiado", "quédate en casa". Yo hacía caso a la primera, tenía en mente la segunda, nunca opté por la tercera. Ni ante el amor ni ante el toro. Tampoco tuvieron miedo a las heridas ni a equivocarse los que inventaron los fuegos, que manipulando azufre, salitre y carbón pretendían obtener el elixir de la vida eterna. Buscaban la inmortalidad pero inventaron la pólvora. 

Con ella se han hecho bombas, sí, pero también se han anunciado bodas, celebrado fiestas y ahuyentado males estampando cometas, crisantemos o palmeras en los cielos de medio mundo desde hace siglos. Este 2020, no se vieron por fin de año en Shanghái, donde se usaron drones en lugar de los resultones explosivos que cada 31 de diciembre iluminan su bahía. Tampoco en otras ciudades, pues hasta esa chispa ha apagado la pandemia. 

Desde los balcones

Mis vecinos, sin embargo, buscaron un remedio y lanzaron desde balcones y terrazas petardos y bengalas. Y las impulsaron hacia afuera y hacia arriba y el cielo cercano, el que media entre nuestras cancelas, se llenó de brillos y de colores unos minutos. No fue comparable al piromusical de la Mercè, ni al toro lanzallamas de mi adolescencia. Pero no fue un sucedáneo. Ni un conformarse. Por un instante, no hubo dudas de que el año que arrancaba sería bueno de veras. 

Él preguntó por qué me gustan los fuegos artificiales y lo recordé con claridad al asomarme al balcón y a 2021. Me gustan porque son lo que se ve, sin pretensiones. Porque son un chute de fantasía, incomible como plato único y en gran cantidad, pero una guarnición ideal para que ser sea vivir, no pasar por la vida. Porque es una felicidad perecedera e infantil, una que no precisa monólogos interiores. Tampoco matices, como sus colores, básicos pero brillantes y logrados cambiando de la fórmula un solo ingrediente: estroncio para el rojo, bario para el verde, magnesio para la plata...

Debería ser así de fácil cambiar de ánimo, pues aunque actuemos como estrellas –fijas, constantes, eternas– somos más parecidos a los fuegos de artificio. Volátiles, fugaces y de paso, pero también por eso tan aptos para la fantasía, franja estrecha que separa la vida soñada de la vivida y que 2020 y el miedo redujeron a una raya. Por eso para 2021, por favor, ración doble de guarnición.

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