Una prenda con personalidad
Confieso: he llevado chándal
En un sentido amplio, es el uniforme del teletrabajo: cada uno ha rescatado del fondo del armario prendas viejas y pochas que eran sinónimo de comodidad
Pau Arenós
Coordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con una quincena de libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona'. Entre las últimas publicaciones, 'Nadar con atunes y otras aventuras gastronómicas que no siempre salen bien' y 'San Elvis, ruega por nosotros. Crónicas de un tiempo irreverente'
Pau Arenós
Comienzo este artículo con una confesión bochornosa: he llevado chándal. No me refiero al confinamiento (que también), ni al tiempo de la EGB (que también), sino a una edad inapropiada en lugares inadecuados. Usé chándal con 22 o 23 años para comprar en el hipermercado, para pasear en fin de semana, para ir al cine, para visitar amigos. Usé el chándal con la misma excusa ceremoniosa con la que los padres justificaban la vestimenta dominical cuando éramos pequeños: había que santificar el día festivo. Odiaba los pantalones de tergal porque picaban como 100.000 hormigas. También es cierto que mis padres, muy tolerantes, desistieron pronto del uniforme del domingo, y de que fuera a misa. Creo que no han sabido hasta este momento que cambié el tergal por el tactel, y espero que me sigan queriendo tras la confidencia.
El recuerdo ‘achandalado’ me impactó como un coco desprendido de una palmera un domingo mientras preparaba un ‘allioli’ para levantar el ánimo a un conejo y escuchaba la radio. ¿Había olvidado el momento infame? Estaba aletargado junto a otro vicio que pocas veces he puesto en práctica en la edad adulta: comer madalenas con jamón curado.
Perverso placer
Regreso al ‘allioli’ y al chándal y me da un perverso placer poner las dos palabras juntas en la misma frase. En la radio, entrevistaban a una experta en tendencias que habló de cómo el atuendo deportivo había vuelto con restaurados fulgores y que tomaba impulso apoyado en el ‘street style’ y que Rosalía era una magnífica representante de ese retorno triunfal con espíritu de ‘brillibrilli’. En rápida búsqueda ‘googleadora’ encontré un pantalón de la nueva era firmado por la casa Chloé a ¡690 euros! que ni siquiera llevaba hilos de oro. Propongo que lo agujeren a la altura de la entrepierna, que es lugar habitual de rotura, y suban el precio a mil.
El locutor preguntó a la experta si el furor ‘chandalero’ había sucedido antes y yo contesto de forma afirmativa y en mayúsculas e invito como testigo a Martirio y las ‘Sevillanas de los bloques’: “Con mi chándal y mis tacones, ‘arreglá’ pero informal, domingo por la mañana él me saca a pasear”. Es una canción de 1988 y deja a Paris Hilton y Kim Kardashian como plagiadoras. Me dicen por el pinganillo que estas mujeres, y otras de la misma hiperclase social, lo pusieron de moda en los aeropuertos. Al parecer no viajan tan cómodas como sospechábamos en ‘business’ o en jets privados. ¿Chándal de terciopelo con estiletos y abrigos? Quia. Eso es muy 1988: el retrato se completa con unas bolsas de Pryca o de Alcampo llenas hasta reventar.
Para camuflar melones
Mi chándal de 1988 era azul klein y blanco con franjas, bolsillos delanteros y amplio, capaz de acoger a un par de marsupiales. Si hubiera tenido competencia criminal, era perfecto para camuflar melones. Poco recomendable para los mafiosos porque los convertía en blancos andantes, ellos elegían la peligrosa belleza del atuendo y desafiaban a la muerte, tal como podemos estudiar en la teleserie ‘Los Soprano’, de 1999.
El estilo chillón y abolsonado –y que no realza la figura, sino que la esconde– continúa gracias a esas tiendas que venden la ropa a kilos. Buceé en unos montones de vestuario de desheredados en Bruselas, cuando aún éramos libres, y vi con horror que seguía existiendo aquel dos piezas brillante que podía dejarte ciego con los destellos. No estuve tentado de comprarlo porque, como ya he dicho, me turban los meses en los que deseaba llegar a casa para deshacerme de la ropa con la que iba a trabajar y engalanarme para el fin de semana y pavonearme vestido de azul klein con rayas blancas. Temo que, en cualquier momento, un diseñador con instinto de arqueólogo lo desentierre: por suerte pasamos la mayor parte del tiempo en casa y solo será un vicio de interiores.
El chándal es el uniforme del teletrabajo. Y entendamos ahora la palabra en un sentido amplio. Cada uno ha rescatado del fondo del armario prendas viejas y pochas que eran sinónimo de comodidad, sudaderas de aquí, pantalones de allá, camisetas de no se sabe dónde. No solo nosotros: nuestra ropa de diario, la que antes vestíamos para salir, también ha sido condenada a cadena perpetua.
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