Lecciones de hace un siglo

Las Navidades de 1918

Estos días son como caminar sobre hielo. De puntillas, con temor a que se resquebraje la placa

Un policía ajusta la mascarilla a un hombre durante la epidemia de gripe de 1918, en San Francisco

Un policía ajusta la mascarilla a un hombre durante la epidemia de gripe de 1918, en San Francisco / California State Library / Efe

Olga Merino

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Cuando se acercaban las pascuas de 1918, el año nefasto de la 'grippe' –entonces se escribía así–, las payesas vendían sus pollos, pavos y capones de El Prat en plena rambla de Catalunya. Un lote navideño, el más modestito, con una pastilla de turrón, dos botellas y 25 barquillos, costaba 5 pesetas. El gordo de la lotería se lo llevó el número 05605. En el Liceu se representaba 'La traviata', con la soprano Rosina Storchio y el barítono Mattia Battistini, mientras la sastrería La Reformadora prometía desde el escaparate a los viandantes: «Su gabán ajado le quedará nuevo vuelto del revés en 24 horas». A cada uno la vida le va como le va.

Me he entretenido un rato ojeando la prensa y otros escritos de la época para intuir qué se respiraba y cómo organizaron las fiestas, a pesar de que para entonces ya campaba a sus anchas el segundo rebrote de la epidemia y de que en muchos pueblos se prohibió que las campanas tocasen a difuntos. Pues, sí; mal que bien, las celebraron. El hotel Colón y el Majestic preparaban 'réveillons' de fin de año. Se anunciaban elegantes corbatas norteamericanas, ostras y bebidas a tutiplén: «Por Navidad es costumbre/ aquí y en el mundo entero/ que beba la muchedumbre/ sidra 'champagne' El Gaitero». En la forma de redactar de nuestros bisabuelos, en su mirada sobre el mundo, se percibe todavía una candidez enternecedora –el fin de la inocencia llegó con Auschwitz– y una laxitud con el tiempo muy envidiable: el día de Nochebuena se comunicaba la salida, con rumbo a Nueva York, del vapor Cabo Cervera, «a fin del presente mes», así, con la calma. Josep Pla comió el día de Navidad con sus padres y dejó consignada en sus diarios la rotundidad del menú: «La combinació del pollastre rostit amb els xampanys del país no és realitzable en un cos humà normal». Por la noche leyó a Stendhal para desintoxicarse.

La vida siempre está hambrienta de vida. Tiene vocación de cometa, de estrella fugaz

Para los primeros meses de 1919 ya había generado la tercera ola de la mal llamada gripe española.

Estos días, la cotidianidad se parece bastante a caminar sobre hielo. De puntillas. Con temor al resbalón o a que un exceso de confianza resquebraje la placa. Y a la vez con la determinación de seguir avanzando a pesar de todo. ¿Cómo actuar sin fastidiarla? Dicen los expertos que el fin de la primera guerra mundial –la Alemania del káiser y los aliados firmaron el armisticio el 11 de noviembre– contribuyó a la propagación del virus por el repliegue de las tropas y la euforia desatada. Comprensible. La vida siempre está hambrienta de vida. Tiene vocación de cometa, de estrella fugaz; de ahí también su belleza. Habrá, pues, que extremar la prudencia y cruzar los dedos.

En aquella Navidad lejana, por cierto, el conde de Romanones, presidente del Consejo de Ministros, viajó apresuradamente a París para entrevistarse con Clemenceau, su homologo francés, y con Woodrow Wilson, el presidente norteamericano. Tras la neutralidad de España en la guerra, su aislamiento, había que arrimarse a las grandes potencias, a ver qué caía. Hoy como ayer.  n