ÁGORA

La solución al conflicto lingüístico

Lo que algunos no soportan es la presencia del otro idioma, su flujo y su pervivencia

Cartel en una calle de Barcelona.

Cartel en una calle de Barcelona. / Julio Carbó

Gonzalo Torné

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El conflicto lingüístico, como la temporada de bolets o la primavera en El Corte Inglés vuelve periódicamente, auspiciado por algún debate presupuestario en Madrid o tras una derrota política del nacionalismo en Catalunya. Oportunidades para que prenda el debate no faltan (el taxista que solo escucha emisoras castellanas, la rotulación que solo atiende en catalán, ¡el impreso agotado!), al fin y al cabo, en Barcelona abunda el roce: llevamos décadas de convivencia pacífica entre el catalán y el castellano.

Estamos tan acostumbrados a pensar a una distancia dramática de los objetivos políticos que a veces cuesta un poco reparar que disfrutamos de una convivencia lingüística tan singular que por una vez sí mereceríamos la mirada del mundo. Países como Suiza, Canadá o Bélgica basan su convivencia en una tensa separación que ni roza los logros alcanzados en Catalunya con una solución en la que, sospecho, no confiaban ni sus impulsores: la inmersión lingüística.

Vivimos una convivencia lingüística que quizá sí merecería que el mundo nos mirase

La estadística es tozudísima: el catalán nunca había tenido tantos hablantes, canales de televisión y radio, editoriales y escritores (de los que Pla ya no se atrevería a decir la maldad que dedicó a Foix: “un gran poeta catalán que escribe en checoslovaco”, pues escriben en un idioma que ya se habla en la calle), un teatro vivo... En cuanto al castellano, casi da apuro reiterar que en Catalunya lo entiende todo el mundo y lo habla cuando le apetece, y que Barcelona sigue siendo una cantera inagotable de escritores, cineastas, presentadores y cómicos.

Conviene insistir en que no se ha llegado aquí mediante el conflicto, sino con cesiones de buena voluntad. La comunidad castellanohablante (mayoritaria todavía) ha admitido que sus hijos estudien en catalán, asumiendo el idioma como propio; las instancias estatales han cumplimentado las leyes (basta comparar la situación del napolitano o el sardo en Italia, del bretón y el catalán en Francia o del asturiano aquí mismo) mientras que la comunidad catalanoparlante admitía con enorme generosidad que el castellano de los hijos de la inmigración no era el del franquismo. Un mutuo reconocimiento. Una lección de política entendida como “amistad” que habría enorgullecido a Hannah Arendt.

Fluidez alquímica

Cuesta entender que las instituciones (incluida la Generalitat) no presuman más de este logro mayúsculo que en ciudades como Barcelona propicia una fluidez entre idiomas casi alquímica. No me hago más el inocente: el inesperado éxito de la inmersión es un obstáculo para las instancias políticas que cuentan con el conflicto lingüístico para distraernos de otros problemas graves e irresueltos: el empleo, recortes sanitarios o los contenidos de la educación.

De manera que el conflicto se alimenta con ejemplos reiterados e intrascendentes: la novelista que se siente marginada por no escribir en catalán (ya les digo que nos tratan como príncipes) o el señor que vuelve a casa herido porque le han servido “café con leche” en lugar de “cafè amb llet”; amparado por colectivos como la sociolingüística mágica que se nutre de prometer la muerte inmediata de una lengua cada vez más hablada y poderosa, o ciudadanos nostálgicos de otros regímenes que sienten cada palabra pronunciada en catalán como un robo (o una ofensa) al castellano.

Recrudecimiento retórico

La única novedad remarcable pasa por el incremento de la intensidad retórica. Unos hablan de “genocidio cultural” del castellano y otros de “actos de violencia lingüística” cometidos por una trabajadora precaria frente a una caja registradora. Entre el cinismo y la ridiculez admito que prospera un conflicto, pero no por una convivencia ya lograda, sino por la hegemonía. Lo que no se soporta es la presencia del otro idioma, su flujo y su pervivencia. Y este es un problema sin solución: el franquismo no logró erradicar el catalán (aunque sí deteriorarlo gravemente) con todas las instituciones a su favor, y parece complicado evitar que los niños hablen en el patio (o los empresarios hagan sus negocios) en castellano si así les apetece. El conflicto se ha reducido a la hipersensibilidad de quienes no soportan las tensiones de la convivencia. La solución al problema es que ya está resuelto