Mirador
Epidemia de odio
En las instituciones, en la política, en los medios, llegó la hora de poner en cuarentena a los supercontagiadores del odio y repartir la vacuna de la razón y la tolerancia
Antón Losada
Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela
Antón Losada
Algo va mal en una democracia occidental situada entre las veinte más ricas del planeta cuando el verbo "fusilar" sale el más repetido en titulares, tertulias y chats. El rencor que destila un grupo de jubilados a los cuales nos empeñamos en calificar como militares, cuando ya no lo son, ha sido el penúltimo brote de la epidemia de odio que padecemos.
Es ruido de WhatsApp, no de sables; proclaman unos para tranquilizar. Es un chat privado recuerdan otros; más escandalizados por la publicidad que por esa llamada al genocidio a golpe de fusil mientras rechazan la forma, no el fondo.
También eran casos aislados y una gripe cuando la pandemia empezó. Pero en su chat o en su carta al Rey únicamente repiten mentiras, delirios y atrocidades escupidas a diario en parlamentos y comparecencias oficiales.
Sólo quien crea que para ganar antes hay que odiar puede ignorarlo. La incidencia acumulada de casos a catorce días crece, la tasa de ocupación del odio en las instituciones se dispara mientras la violencia verbal las corroe desde el día que olvidamos que tildar a alguien de pederasta, golpista, asesino o terrorista es una acusación penal, no libertad de expresión en el ejercicio de la política.
La espiral del odio destroza las democracias. Lo enseña la Historia. Sólo los demócratas podemos cortar la cadena de contagio. En las instituciones, en la política, en los medios de comunicación, llegó la hora de poner en cuarentena a los supercontagiadores del odio y repartir la vacuna de la razón y la tolerancia. No sé ustedes, pero uno va harto de apelaciones a su bilis y desprecios a su cerebro.
Dijo Martin Luther King que no se puede salir de la oscuridad con más oscuridad ni del odio con más odio. El pronunciamiento de unos jubilados no se contesta con otro de los activos. En una democracia el ejercito no se pronuncia, respeta la cadena de mando. El discurso del odio no se detiene odiando con más pasión o ingenio porque, allí donde existe odio, no puede haber inteligencia.
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