ANÁLISIS

El precio de ser Maradona

Maradona, con la autora del artículo en el Mundial de Alemania

Maradona, con la autora del artículo en el Mundial de Alemania / periodico

Mónica Marchante

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Cuando supimos en la redacción que Cuatro iba a compartir los derechos del Mundial de Alemania con la Sexta y que nos íbamos a la retransmisión, aquello fue una fiesta. A los pocos días se sumó el rumor, poco después confirmado con su presencia en el plató, de que habíamos fichado a Maradona como comentarista. Diego iba a comentar aquel evento para una tele mexicana, pero algún conflicto de última hora le hizo romper el contrato a menos de un mes y aterrizó en Madrid en su escala hacia Alemania.

Tremendo regalo para una cadena de apenas un año de vida y especial ilusión para quienes, como yo, de niña, nos habíamos asomado al fútbol por vez primera en el Mundial- 82.

De aquel Mundial de Naranjito recuerdo vivencias que marcaron mi destino, como asistir en directo a la final. Pero antes entendí bien la dimensión que ya tenía el 10 de la albiceleste, pese a que debutaba como mundialista. Fue en Sarriá, donde Enzo Bearzot, que no se fiaba ni de Tardelli ni de Oriali para un marcaje tan comprometido, le hizo el encargo a Claudio Gentile. "Vi muchos vídeos y llegué a la conclusión de que la clave era no permitir que se diera la vuelta. Si te encaraba, estabas perdido", explica el defensa.

Aquel marcaje consistió basicamente en coser a patadas y manotazos a Maradona. El arbitro lo consintió, y se fueron los dos con una amarilla, la de Diego por protestar. Hoy en día no hubiera hecho falta ni el VAR para mandar a Gentile al vestuario antes del descanso. Pero esa caza al hombre que impidió a Argentina seguir, explicaba el temor ante la velocidad, inteligencia y talento de una estrella que ya ponía en pie cualquier estadio.

Cuatro años después vendría su Mundial de México con el mejor gol que recuerdo, enmarcado por el eterno TA TA TA TA TA del narrador. Aquella copa de campeón del mundo para Argentina, y el de Italia 90 con los insultos a los italianos en el Olímpico. Y todos los escándalos que le acompañaron después.

Hasta Alemania 2006. Allí llegó recién operado del estómago y en forma, rehabilitado e ilusionado. Cercano, agradable, como si quisiera ser un tipo normal. Entusiasmado ante el fútbol del jovencísimo Cesc. La curiosidad por conocer al mejor futbolista que yo hubiera visto fue dando paso a cierta frustración y pena al ver que siendo tan grande era a la vez tan pequeño, más allá de su talla, atrapado en un enjambre de compañías nada recomendables que en cada hotel de cada ciudad dejaban un rastro de desorden, malos hábitos y a veces de destrucción.

Arrancó España en su debut en Leipzig y Diego no había ni alcanzado la cabina de comentaristas. Uno de los tres tipos que le acompañaban, cual matones vestidos de blanco, se negaba a prestar su cara para la foto de la acreditación. Y así un reto cada día. Que el séquito supuestamente ”protector” no la liase parda.

Desde la posición de comentaristas en la tribuna parecíamos estar en un campo de girasoles. Cuando llegaba Diego se levantaba cada brazo móvil en mano, en la misma dirección,  buscando la foto. Era un espectáculo para nosotros. Para él, un infierno cotidiano.

Un día, delante del hotel, las pantallas de la fan zone ofrecían un partido. A Diego le apeteció sentirse por un momento uno más y quiso asomarse apoyado en una valla de la calle a ver el fútbol. Duró dos minutos la aventura, el tiempo que alguien tardó en reconocerle y toda la 'fan zone' comenzó a correr hacia él.

Aquella tarde lo rescatamos de milagro metiéndolo en el hotel. Desgraciadamente la vida no lo pudo hacer durante más tiempo. El alto precio de ser Diego Armando Maradona, el mejor jugador de la historia, fue el único rival que pudo con él. Ojalá descanse, por fin, en paz.