Análisis

Las lenguas en el Congreso de los Diputados

No, el castellano no es la lengua común de todos los españoles, y usar este argumento tiene una clarísima intencionalidad política

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Jordi Nieva-Fenoll

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Y ya estamos otra vez. Cada cierto tiempo alguien intenta hablar en el Congreso una lengua que no es el castellano, y sea quien fuere el presidente le corta en el uso de la palabra, antes o después. Todo depende de la solemnidad del día o de la eventual "generosidad" de la presidencia. Y se le recuerda al diputado que el reglamento solo permite el uso del castellano. No es diferente en el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional o en cualquier otra institución común a todos los españoles. No se pueden emplear las lenguas de todos, sino solo la lengua madre de un grupo de españoles: el castellano.

Y entonces volvemos a recordar que 42 años después de que la Constitución reconociera en su artículo 3 el deber de conocer el castellano y el derecho –no el deber– de usarlo, resulta que en las instituciones más importantes del Estado, insisto, comunes a todos los españoles –no solo a los de habla castellana– existe el deber, y no el derecho, de usar el castellano. Sorprende poderosamente que el punto 3 del mismo artículo diga que las diferentes lenguas de España –no solo el castellano– serán objeto de especial respeto y protección, si después resulta que respetar y proteger especialmente tres de estas lenguas consiste en prohibir hablarlas, insisto, nada menos que en las instituciones comunes más importantes del Estado.

Los dos argumentos que se dan tras cuatro décadas de incumplimiento frontal de la Constitución son tan conocidos como insustanciales: que poner traductores en estas instituciones centralizadas sería muy caro y que, además, el castellano es la lengua común de todos los españoles. Si lo primero fuera cierto, no se entiende que estados pequeños o con población reducida como Bélgica, Suiza, Irlanda o Finlandia, consigan sacar adelante sus presupuestos generales del Estado con estos –se supone que descomunales– gastos...

Pero lo segundo no es solo que no sea cierto, sino que tiene una clarísima intencionalidad política que no hace falta calificar con palabras gruesas. No, el castellano no es la lengua común de todos los españoles, porque no todos lo aprenden naturalmente en casa. Hay un grupo no menor de españoles –unos cinco millones de personas– que no han aprendido el castellano de sus padres, sino las otras lenguas oficiales, y que solo en la escuela –también en la escuela catalana– han aprendido el castellano. Cuando se habla del castellano como lengua común parece como si fuera una especie de "hecho natural" que todos los españoles hablen castellano. Y de natural no tiene nada, sino que deriva de la obligación constitucional de conocer el castellano que consta en este mismo artículo 3. Es del todo inaceptable hablar alegremente de "lengua común" respecto de un idioma cuyo aprendizaje está incuestionablemente impuesto en la Constitución.

Se trata de un tema muy complejo porque afecta a lo más íntimo de la mayoría de la gente: la lengua en la que comunican sus pensamientos. A pesar de que yo personalmente no comparta ese sentimiento íntimo, sí reconozco la necesidad ineludible de respetar a los hablantes de todas las lenguas propias dentro de un Estado. Y no es fácil. Muchos políticos españoles han anhelado el modelo francés con el castellano, y muchos políticos catalanes también, pero en Catalunya y con el catalán. Ambas son intenciones políticas incompatibles y por eso pasa el tiempo y no se llega a ningún acuerdo duradero.

El entendimiento no puede llegar nunca ni de la ignorancia mutua ni del afán de aniquilación o desprestigio social de una lengua. La primera piedra solo se pondrá con el reconocimiento y respeto mutuos. Solo entonces será posible llegar a consensos. Esa primera piedra podría ponerse en el Congreso de los Diputados. Así todos los españoles –no solo los de habla castellana– verían reflejada una institucionalidad común y una realidad lingüística que muchos desconocen. Por fin España dejaría de dar la espalda a una parte enorme de su territorio y borraría cualquier sospecha de favoritismo con el castellano.

Entonces sería más sencillo hablar de otros temas en el fondo más fáciles una vez superada la ignorancia mutua: el sistema lingüístico en la educación, la rotulación o el uso de las lenguas en los comercios. Es más fácil dialogar sobre todo ello si no se desprecia ninguna lengua y se concibe con racionalidad qué es mejor para que ninguna de ellas desaparezca, particularmente las que tienen menos hablantes, que por pura lógica precisan de esa “especial protección” constitucional para no perecer.

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