ANÁLISIS

La otra ley Celaá

El debate sobre los Presupuestos va más allá de Bildu; se trata de si ante una crisis inédita y sin mayorías parlamentarias, las cuentas pueden pactarse con bloques excluyentes y en votaciones ajustadas

Pedro Sánchez, junto con los vicepresidentes Carmen Calvo y Pablo Iglesias, este 18 de noviembre durante la sesión de control al Gobierno en el Congreso.

Pedro Sánchez, junto con los vicepresidentes Carmen Calvo y Pablo Iglesias, este 18 de noviembre durante la sesión de control al Gobierno en el Congreso. / DAVID CASTRO

José Luis Sastre

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Pedro Sánchez se resistía a la coalición con la que ahora gobierna y a que Pablo Iglesias fuera lo que ahora es. Se resistía tanto que se repitieron las elecciones. Luego de eso, él e Iglesias acordaron en una tarde lo que no pudieron durante meses y prometieron que la izquierda arrumbaría las viejas disputas en su Gobierno. Sería posible esta vez, prometieron; como si en vez de decírselo a los votantes se lo estuvieran diciendo a las generaciones que nunca lo vieron, como si fuera cosa del querer y no de la necesidad: en el camino de su indecisión, Vox había llegado a los 52 diputados y los votantes echaron a Albert Rivera. Él, que siempre tuvo una imaginación voraz, lo cuenta de otra manera: “Menos mal que dimití”.

Se daban por descontadas las disputas, porque falta costumbre de coalición en los partidos y en los votantes y porque a los socios, sobre todo al pequeño, le preocupa acabar diluido por el grande. Conscientes de la dificultad, Sánchez e Iglesias se abrazaron y crearon una comisión que rebajase el ruido de las discrepancias. Así atravesaron la primera ola de la pandemia, entre roces pequeños y medianos, y así han llegado a la segunda, cuando se presentó el dilema de los Presupuestos, que es el dilema de verdad: no hay nada más ideológico que el reparto del dinero.

Desde dentro y desde fuera

Iglesias sabe que es el momento trascendente de la legislatura, que decidirá sus políticas y su duración, así que presiona desde dentro y desde fuera, en alianza con Esquerra y Bildu. A veces es Gobierno y a veces es un partido que exige al Gobierno y, entre tanto, ministras y secretarias de Estado se cruzan reproches y Pablo Echenique perfecciona su estrategia de señalamiento en redes. Podemos quiere apartar a Ciudadanos, amarrar a Esquerra y consolidar el bloque con Bildu, lo que amplía de paso las distancias con el PNV. De ahí la irritación de los nacionalistas vascos, pieza clave en cualquier movimiento.

El debate se ha detenido en Bildu, que es a donde lo lleva Iglesias y donde lo quiere el PP: los Presupuestos han de sacarse con una parte del Congreso contra la otra parte. Pero la realidad es que el debate no va solo de Bildu, al que parece una exigencia mínima reclamarle que condene el terrorismo por mucho que ya no exista el terrorismo. Se trata de si ante una crisis inédita y sin mayorías parlamentarias, las cuentas pueden pactarse con bloques excluyentes y en votaciones ajustadas; si el objetivo de esta inédita coalición que presentaban como un giro histórico –la segunda parte de la “sonrisa del destino”– se limitaba entonces a un presupuesto que le diera al Ejecutivo las garantías de mantenerse.

La lucha por las esencias

Conviene aclararlo porque no es lo mismo: el presupuesto no es la legislatura; ni siquiera garantiza su éxito. Pensar que el propósito eran las cuentas y consolidar bloques políticos que se excluyan rebajaría la ambición del Ejecutivo a cumplir con aquella ley que enunció Isabel Celaá mucho antes de que aprobara su reforma educativa: “La obligación de todo Gobierno es mantenerse”. Se diría de un Gobierno que sus votantes esperaban algo más que dar con la suma para sobrevivir y entregarse a la refriega tuitera y a la inagotable lucha por las esencias.