Opinión | LIBERTAD CONDICIONAL

Lucía Etxebarria

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Capotes y corridas

Isabel Pantoja quiso mantener su rol de viudísima y por eso no entregó las pertenencias de Paquirri.

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Entre los descubrimientos del monólogo 'à la Cocteau' que brindaba Kiko Rivera a 3,7 millones de personas el sábado de la semana pasada, estaba la confirmación de que su madre había guardado en casa unos trajes de luces, unos capotes y unas artes de matar. Paquirri los había legado en su testamento a su primera esposa y a los dos hijos de ella. Cuando Carmina había querido recoger ese legado, Isabel le dijo al juez que unos ladrones habían entrado en su finca y, de entre todo lo que allí había, les había dado por robar precisamente, 'mireusté', ¡EL LEGADO! 

Teniendo en cuenta que un capote pesa seis kilos, un traje de luces unos cinco, y que las espadas y estoques no son precisamente ligeros… ¿No hubiera sido más fácil robar las esmeraldas de doña Ana, LA MADRÍSIMA, que también estaban allí?

Como fuera, el juez se creyó aquella historia, y allí se quedaron los enseres en una especie de habitación de Barbazul cerrada a cal y canto. O eso dicen. Y ¿para qué los iba a querer la desconsolada viuda? No podía venderlos: sería como vender la Gioconda. Eran demasiado conocidos. Y desde luego no iba a usarlos.  

Atribuimos a una estampita de Santa Gema un poder mágico que no tiene, o a unas bragas usadas un incentivo erótico que en principio tampoco tienen, excepto para quien se lo atribuye (a la mayoría de los mortales nos daría mucho asco oler unas bragas usadas). Un integrante de la tribu nómada peruana de los Masco Piro, que habita entre Perú y Brasil, no les vería ningún sentido erótico a unas botas de látex de tacón de 15 cm. Las hemos fetichizado en nuestra cultura, no en la suya.

Fetichizamos cuando atribuimos a un objeto unos poderes, un aura que en realidad no posee. Los enseres del torero nos parece que le representan más que sus trajes de chaqueta, porque el arte del toreo siempre se ha revestido de cierta función mágica. Por eso, cedérselos a la primera esposa era  algo así como legarle «el rosario de mi madre» al que cantaba la Pradera. El rosario de la madre era algo que se entregaba solo a la mujer con la que uno se iba a casar. Pasaba de la madre de uno a la que iba a ser la madre de sus hijos.

Paquirri se casó mediante el famoso truco de la nulidad eclesiástica, muy en boga entonces entre los asiduos al cuché. Recordemos que el divorcio llega a España en 1981, y Paquirri se casa con Pantoja poco después. El divorcio estaba aún mal visto, así que se le pagaba un dinero al Tribunal de la Rota y ellos olvidaban convenientemente aquello de que «lo que ha unido Dios no lo separe el hombre». 

Pero para tanta gente de aquella generación (para el padre de usted, o sus tíos, o mi tía), la segunda esposa no era más que una cualquiera, una advenediza, una lagartona que, vale, se había casado… ¡Pero no tanto!  Ante el Dios y el Cielo ¡la primera era la valida! Y parece que el testamento venía a confirmarlo. Por eso Pantoja no entregaba los enseres: porque equivaldría a negar su posición de VIUDÍSIMA.

En nuestro inconsciente colectivo aún mantenemos esta idea de que un HOMBRE MUY HOMBRE que se viste por los pies suscita siempre un enfrentamiento entre dos mujeres, que viene a confirmar su hombría. Por eso esa historia de capotes y corridas suma y sigue, por eso engancha en Esta España Mía, Esta España Nuestra, tan rancia, tan carpertovetónica, tan de Celtiberia Show. 

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