Un legado que reivindicar

Ernest Lluch: socialista a fuer de liberal

Ernest Lluch, abanderado de un socialismo abierto y no dogmático, nadaba a contracorriente e iba por la vida sin escolta mental

El político Ernest Lluch.

El político Ernest Lluch.

Rafael Jorba

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Ernest Lluch (Vilassar de Mar, 1937 – Barcelona, 2000). Ahora se cumplen 20 años de su asesinato por ETA. No es momento de escribir necrológicas sobre su figura, sino de reivindicar su legado. La Fundació Ernest Lluch, albacea de su memoria, ha recordado que seguirá trabajando para proyectar en el futuro sus inquietudes: “El diálogo político y cívico, la defensa de una sanidad pública de cualidad con una gestión y financiación adecuados y la obligación de atreverse y aprender a pensar para hacer un mundo mejor entre todos”.

En tiempos de pensamiento dual, de realidades binarias, el legado de Lluch nos remite a una realidad poliédrica, como poliédrica era también su figura. Ernest Lluch era ante todo un hombre libre. “Lo han matado porque iba por la vida sin escolta mental”, exclamó el profesor Fabián Estapé ante el asesinato de su discípulo. La libertad estaba en la base de su compromiso político. Recordaba a menudo una frase de Indalecio Prieto: “Soy socialista a fuer de liberal”.

Se trata de un liberalismo situado en las antípodas del liberalismo económico y que hinca sus raíces en convicciones éticas: la libertad como base del progreso individual y colectivo. El socialismo reformista, desde esta óptica, reclama más democracia y refuta la lógica leninista y el llamado ‘centralismo democrático’, es decir, el sacrificio de dosis de libertad en aras de la eficacia del proyecto.

Ernest Lluch, abanderado de este socialismo abierto y no dogmático, recordaba también para ilustrarlo el diálogo de sordos entre Lenin y Fernando de los Ríos en Moscú. “¿Libertad para qué?”, le preguntó el líder soviético en una entrevista que mantuvieron en 1920 ante su defensa de un socialismo respetuoso de la democracia parlamentaria. “Libertad para ser libres”, respondió el profesor de derecho político, discípulo de la Institución Libre de la Enseñanza. Lluch hizo de esta tautología -“libertad para ser libres”- bandera para nadar a contracorriente, para ir por la vida sin escolta mental.

No era una posición ingenua, sino firmemente enraizada en su compromiso cívico y político. Defendió así el diálogo con ETA, como a menudo se recuerda, pero lo hizo desde el rechazo absoluto de su postulado inicial. Así, en un artículo publicado en 'La Vanguardia' un mes antes de su asesinato, hizo un acto de contrición al refutar la teoría de que existió una ETA buena -la antifranquista- y una ETA mala -la que siguió asesinando en democracia-.

“Debemos decir que es equivocada la idea, que a lo mejor sustentamos en algún momento nosotros mismos, de que hubo una ETA buena: su pecado original figuraba ya en el tipo de organización elegido en el año 1959”, escribía. El problema eran los medios -el recurso a la violencia-; no los objetivos. Lluch, un intelectual leído y presumido, pensaba, como Nietzsche, que aquellos que emplean su vida en combatir al dragón mueren convertidos en dragón.

Su trabajo en favor del diálogo le situó en la diana de ETA: en las guerras, los puentes son los primeros  objetivos que hay que derribar

Repito: la posición de Lluch frente a ETA no era ni ingenua ni cándida. Hacía suya la reflexión de Rabin: “Hay que dialogar como si no hubiera terrorismo; hay que combatir el terrorismo como si no hubiera diálogo”. Él se ocupó de lo primero. Su posición central y centrada, que acabó costándole la vida, se alejaba de la dialéctica dual y la escalada verbal entre el nacionalismo español y el nacionalismo vasco. Optaba por una tercera vía frente a aquellos, en su mayoría vascos, que en Madrid y Vitoria alimentaban esa subasta.

La historia, con la desaparición de ETA, ha acabado dándole la razón, pero su trabajo en favor de la construcción de puentes le situó en la diana: en las guerras, los puentes son los primeros objetivos que hay que derribar. Lluch, desde esta perspectiva, era un intruso en Euskadi: no era un catalán que se dejase deslumbrar por el espejo vasco. “Se parecen más a los castellanos que a nosotros”, apuntaba en el libro-entrevista póstuma del periodista Marçal Sintes.

También en Catalunya, donde ahora se le elogia, chocó con el pujolismo en un tema nuclear: defendió el catalanismo político, entendido como mínimo común denominador, frente al nacionalismo. Y, como buen catalanista, se implicó hasta mancharse en la política española. Sabía que el catalanismo, a diferencia del vasquismo, propugnaba un modelo de España distinto del pensado y a menudo impuesto desde Castilla.

Hasta aquí unos apuntes sobre Ernest Lluch. Una personalidad poliédrica, a veces polémica, pero siempre libre. Por respeto a su memoria, no he querido hacer paralelismos sobre el convulso escenario político actual. Cada cual, en el ejercicio de su libertad, puede sacar sus propias conclusiones.

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