Retrato sin adornos de dos creadoras
Lola y Aretha, modelos de nada
Idealizar una vida es una forma de agrandar la brecha personal, la que hace que ante una artista hablemos más de sus anécdotas vitales que de su obra
Silvia Cruz Lapeña
Periodista y Jefa de Actualidad en Vanity Fair
Silvia Cruz Lapeña
Lola Flores era única, pero lo repetimos tanto que no quiere decir nada. Pasa con lo que se dice solo con el corazón, como si la admiración no pudiera tener límites y salir de la cabeza. La Faraona protagoniza el trabajo reconocido este año con el Premio de Investigación del Flamenco Ciudad de Jerez. Es obra de la catedrática de antropología de la Universidad de Sevilla Cristina Cruces Roldán y se titula 'Ni canta... ¿ni baila? El baile flamenco de Lola Flores en la cinematografía de la hispanidad (1953-1956)'. El análisis sobre cómo la intérprete de 'Pena, penita, pena' incorporó los elementos de la danza jonda a sus actuaciones, lleva a afirmar a la investigadora que la jerezana se convirtió "en el icono visual del flamenco" y "en embajadora cañí" al otro lado del Atlántico.
Tuvo más méritos, claro, y no pocos quedaron tapados por la prensa rosa. Pero también por una frase que nunca nadie escribió en 'The New York Times': "Ni canta ni baila. No se la pierdan". Así se convirtió en una paradoja capaz de exorcizar las cobardías que los demás cometemos al no decir lo que pensamos o no hacer lo que sentimos. Eso es lo que simbolizó, no lo que valía. Parte de su verdadero valor está en las páginas de Cruces, que no obvia que la jerezana fue una máquina de poses y titulares, pero la honra sacando a la superficie su aportación al modelo de mujer artista que propuso; su conocimiento de los palos del flamenco y los elementos que avalan que en su arte había saber, no solo gracejo, márketing y frases célebres.
Claro que Lola contribuyó al ruido que tapó su talento y no cuesta imaginarla secundando la frase final de 'El hombre que mató a Liberty Valance': "Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda". Algo así le dijo Aretha Franklin a David Ritz, autor de sus memorias. Las publicó en 1999, pero en el 2014, él quiso probar una versión que se acercara más a la realidad y escribió una biografía que hoy edita en español Libros del Kultrum. La diva no la autorizó: "Mi vida me pertenece", argumentó sin aceptar que siendo quien era, eso no era así del todo.
¿Sirve de algo saber que la mujer que convirtió 'Respect' en un himno feminista ocultó la existencia de una hermana que tuvo su padre fuera del matrimonio con una niña de 12 años? Puestos en contexto, ese y otros detalles explican algunas cosas, muchas más que la versión edulcorada, cercenada o de parte. Y no se trata de juzgarlas: sería sano dejar de convertir en un modelo a toda mujer que destaca, pues hay que ser muy plana para servir de ejemplo, y no lo eran ni Aretha ni Lola ni tantas otras.
Opacar el talento con datos biográficos llamativos e irrelevantes e idealizar una vida son formas de agrandar la brecha personal, la que hace que ante una artista hablemos más de sus anécdotas vitales que de su obra, que queda así en segundo plano. La que nos hace interesarnos más en lo que les pasó que en lo que hicieron, tratándolas, a pesar de ser creadoras, como sujetos pasivos.
Franklin y Flores tenían sus motivos para hacerlo. Pero quienes las observan y las explican al resto del mundo –periodistas, académicos, escritores– deberíamos hacer como Ritz y Cruces: despojarlas de caretas prestadas o elegidas, ahondar en sus aportaciones sin reducirlas ni aumentarlas y adornarlas no solo de volantes y purpurina, sino con sus circunstancias y un contexto. A nadie se favorece con la verdad. Primero, porque no existe. Segundo, porque siempre duele. Pero sí con el rigor, menos escurridizo y más humano.
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