ANÁLISIS

El futuro de Trump y el pasado de Richard Nixon

Al actual presidente de EEUU le puede ir bien que Mike Pence ocupe su lugar: es uno de sus leales y, sobre todo, puede liberarlo de sus problemas con la justicia federal

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Xavier Arbós

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Para Donald Trump la política parece tener siempre una dimensión personal, condicionada por sus emociones. Seguramente eso le facilita la conexión con muchos de sus seguidores, al tiempo que moviliza instintivamente en su contra a buen número de sus adversarios. Más que en el caso de otros líderes cuyo comportamiento parece más racional que emotivo, para entender y anticipar las acciones de Trump hay que introducir su psicología en el análisis de su política.

Por lo que llevamos visto del personaje, al actual presidente no le apetece nada dejar de serlo, y probablemente desea evitar algunos gestos tradicionales, como el de acoger a su sucesor en la Casa Blanca, como en su momento hizo Obama con él. Por eso se especulado con que, antes de pasar por esta humillación, Trump dimita. Tiene incentivos para él. Como establece el artículo II, sección 2 de la Constitución de los Estados Unidos, el vicepresidente sucede al presidente en caso que éste dimita. A Trump le puede ir bien que Mike Pence ocupe su lugar: es uno de sus leales y, sobre todo, puede liberarlo de sus problemas con la justicia federal. Algo parecido a lo que hizo Gerald Ford con Richard Nixon.

Como es sabido, en 1972, Nixon ordenó espiar al Comité Nacional de Partido Demócrata en sus locales del centro de oficinas Watergate. El FBI descubrió la intrusión, y ahí empezó un enorme escándalo. Nixon grababa todas las conversaciones en su despacho presidencial, y el Tribunal Supremo le ordenó que se le hicieran llegar las que podían referirse al intento de espionaje. Finalmente accedió, y eso permitió que el público se enterara de lo que parecía un intento claro de obstaculizar las investigaciones del FBI. En este punto ya se acercaba bastante a su destitución por 'impeachment', y dimitió tras dos años de soportar críticas durísimas. Su vicepresidente, Gerald Ford, le sustituyó. Ya como presidente, hizo uso de su prerrogativa de gracia, prevista también en la sección 2 del artículo 2, e indultó a Richard Nixon de los delitos federales “que hubiera cometido o pudiera haber cometido” desde su toma de posesión como presidente hasta su dimisión.  Notemos que de la resolución de Gerald Ford resulta que el indulto cubre no solo los casos conocidos y sobre los que pueden existir resoluciones judiciales, sino también aquellos que presuntos delitos que pudieran aflorar.

Donald Trump, pues, puede sentirse inspirado por el ejemplo de Richard Nixon. Cuando empezaron a aflorar los problemas con la justicia federal, Trump afirmó en el 2018 que podía indultarse a sí mismo, y no se puede descartar que lo haga. No existe unanimidad entre los constitucionalistas estadounidenses acerca de la posibilidad de que un presidente pueda ejercer en su propio beneficio la prerrogativa de gracia. Y aunque la hubiera, no imaginamos que el escrúpulo jurídico sea capaz de detener a Donald Trump. Pero quizá le quede un poco de sentido de la estética institucional, y deje que sea Mike Pence quien como presidente le indulte. Así se ahorra el mal trago de tener que ser él el que reciba a Biden en el despacho oval, antes de abandonarlo.

En todo caso, Trump debe recordar que el perdón presidencial tiene límites, y también alguna exigencia. Es cierto que el indulto del presidente puede alcanzar a hechos del pasado, incluso anteriores al momento en el que Trump asumió la presidencia. Pero tiene un límite: se refiere a delitos federales, pero no a los que pudieran haberse cometido según la legislación penal de alguno de los estados de la Unión. También hay tener en cuenta la sentencia del Tribunal Supremo Burdick v. UnitedStates (1905), porque en ella se establece que el indulto tiene que ser aceptado para que sea efectivo. Además, en esta misma sentencia se contiene una afirmación que, aunque dicha de pasada, ha dado mucho juego: el perdón presencial presupone una acusación, y aceptarlo equivale a asumir la culpabilidad. Se dice que Gerald Ford lo recordaba cada vez que deseaba justificarse por haber indultado a Nixon, uno de los presidentes más impopulares de la historia de los Estados Unidos.

Se decía hace cuarenta años que si Nixon cayó en desgracia fue porque mintió sobre su actuación como su presidente. Si dimitió, se explicaba entonces, fue porque no resistió las presiones de una sociedad indignada ante su comportamiento, que manipuló la institución al servicio de sus intereses. Pues bien, hace menos de un mes que Trump ha obtenido más de setenta millones de votos, y ha insinuado que tal vez vuelva a presentarse en el 2024 si no repite ahora su mandato. Hoy contemplamos como un espectáculo inquietante las extravagancias de Trump y sus homólogos. Quizá haríamos mejor en mirarnos al espejo, preguntarnos por qué tienen éxito y, después, hacer algo para remediarlo.