ANÁLISIS
Superciudad
Las supermanzanas han sido un banco de pruebas para ensayar soluciones de bajo coste, reversibles, en unas calles hostiles donde de repente se puede pasear y jugar
Alejandro Giménez Imirizaldu
Arquitecto por la ETSAB, profesor de urbanismo de la Universitat Politècnica e investigador del Laboratori d’Urbanisme de Barcelona.
Alejandro Giménez Imirizaldu
La idea de supermanzana es consustancial a la historia del urbanismo del siglo XX y a la fantasía de la segregación del tránsito. Aparece sin nombre por primera vez en las agrupaciones de Ebenezer Howard para Letchworth. Luego en Welwyn y Milton Keynes, todos crecimientos bienintencionados y exclusivos del norte de Londres. La segunda vuelta americana de la idea, con Clarence Stein a la cabeza, produce Radburn y otros paraísos de la clorofila y el automóvil que acaban en Lafayette Park, de Mies y Hilberseimer, y acaban también con las comunidades negras que intentaban engancharse como podían a la trama urbana. El resultado son los barrios más clasistas de las nuevas metrópolis estadounidenses. Su derivada en América Latina produce las 'gate-communities', urbanizaciones blindadas donde se atrincheran los ricos. Césped, concertina, uniforme y escopeta. Todos los experimentos segregadores del siglo XX, desde las siete vías de Le Corbusier hasta Toulouse le Mirail han producido ciudades fracasadas desde el punto de vista de la seguridad, la movilidad sostenible y la justicia espacial.
Barcelona se libró. En 1934 el GATCPAC propone el derribo de la mitad de Ciutat Vella (desde el Ayuntamiento hasta el mar, todo al suelo). El Pla Macià dibujaba un Eixample de supermanzanas de 400 metros, es decir tres de las actuales, con grandes bloques lineales entre viaductos elevados. Una Brasilia catalana de aviones y rascacielos. Por fortuna nunca se hizo realidad y los polígonos residenciales que se levantaron en el desarrollismo han sabido integrarse razonablemente en el continuo urbano. Un mérito que tiene más que ver con la reivindicación de los espacios públicos de sus habitantes que con la destreza de sus proyectistas.
Desde esa perspectiva, las nuevas supermanzanas parecen una insensatez. Dificultan la continuidad del transporte público, gentrifican y acentúan las desigualdades. ¿A usted qué le ha tocado, señora, jardincito o autopista? Sin embargo, como instrumento pedagógico el valor de estas operaciones es extraordinario. Nos han demostrado la posibilidad de habitar civilizadamente las vías del Eixample. Han sido un banco de pruebas para ensayar soluciones de bajo coste, reversibles, en unas calles hostiles y enfermas donde de repente se puede pasear, jugar, sentarse y charlar sin tener que alzar la voz. Y respirar. Por eso es una estupenda noticia la lluvia de concursos públicos que el Ayuntamiento de Barcelona anuncia para este mismo mandato y que extiende la idea de supermanzana hacia la de superejes reduciendo los caudales de un buen número de calles en toda su longitud.
Esperemos que la iniciativa no se quede en el concurso. Hemos tardado mucho en redescubrir la idea de Égalité que da forma al Eixample Cerdà. Si la supermanzana no es decidida, valiente, extensiva y hasta los límites del término municipal por lo menos, será un fracaso vergonzante para la ciudad que ha sido punta de lanza del urbanismo mundial durante 150 años.
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