El coronavirus y el transporte público
Los desganados viajamos en metro
Hacemos fotos de vagones llenos para constatar que hay muchas formas de adaptarse a esta pandemia y que la nuestra dista mucho de ser la más sobrellevable
El problema no es el transporte público, el problema soy yo y quizás también tú.
El problema es que ya no somos capaces de procesar tanta información contradictoria, tanto cambio de estrategia o tanta ausencia de la misma. El problema es que ya no sabemos qué hacer, qué creer, a quién escuchar y cómo gestionar tanta desidia. El problema es que hemos abandonado nuestra facultad de formarnos una idea determinada de la realidad, que nos hemos convertido en autómatas programados y reprogramados una y otra vez con un único objetivo: que nos adaptemos a esta situación.
Y en ello estamos, adaptándonos. Ocho meses ya, en los que hemos cambiado nuestras rutinas y costumbres, en los que nos hemos reseteado hasta convertirnos en lo que no somos y sobre todo en lo que no queremos ser. Pero hay algo inevitable que empieza a hacernos mella: nos estamos quedando sin ganas, empezamos a arrastrar los pies y a soportar un peso excesivo sobre nuestros hombros: somos los costaleros de la pandemia, pero en nuestra procesión la fe escasea y el callo es grande.
La falta de ganas también se contagia.
Los viajes en transporte público se han convertido en el lugar de comunión de nosotros, los desganados. En el metro, en el autobús nos reconocemos todos, compartimos nuestra forma de no mirar, nuestras ausencias que recorren líneas de metro enteras y nuestra resignación que no se acaba, ni mucho menos, al bajar en nuestra parada.
Viajamos en metro o en autobús porque no nos queda más remedio, el sueldo no da para tanta gasolina y mucho menos para párking o porque el coche es viejo y contamina, porque ya no puede circular cuando más lo necesitamos.
Cogemos el metro cada mañana, en hora punta, y no lo hacemos por sostenibilidad ecológica sino microeconómica, la nuestra. Y aun así, no estamos todos, el transporte público ha perdido pasajeros, son muchos los que no tienen autobús ni metro que coger porque no tienen trabajo al que llegar.
En el transporte público apenas hay contagios, lo dicen los estudios pero no lo secunda nuestro sentido común y, quizás por eso, sacamos nuestra nueva arma reivindicativa: la cámara del móvil.
Hacemos fotos de vagones llenos, de andenes atestados de personas, para constatar que hay muchas formas de adaptarse a esta pandemia y que la nuestra dista mucho de ser la más sobrellevable. Quizás el transporte público no contagie, pero nos resitúa. Nos hace entender quiénes somos y qué se espera de nosotros, de eso van nuestras fotografías, esas que se hacen virales en redes sociales. Seguiremos viajando en transporte público porque el problema no es el metro ni el autobús, seguiremos yendo a trabajar porque los estudios tampoco sitúan los contagios en el ámbito laboral y de paso, seguiremos anulándonos cada vez más porque todo lo que nos gusta, lo que nos da aire, sí que contagia, contagian los restaurantes, los amigos, los cines y teatros...
Lo haremos porque no nos queda más remedio, pero que no nos pidan que lo hagamos convencidos, que le pongamos ganas, eso ya no.
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