OBITUARIO

Joan Gaspar Farreras

El galerista barcelonés era la clase de persona que proporcionaban atractivo a Barcelona y fomentaban el deseo de quedarse

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Josep Maria Bricall

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Las grandes ciudades no lo son por la extensión medida en kilómetros cuadrados ni por el número de habitantes que exhiben las estadísticas, sino por la clase de personas que las habitan. Pienso que lo que hace grandes a las ciudades son las relaciones que estas personas construyen. Huelga decir que algunas de estas relaciones dan ganas de huir o incitan a detestar a aquellos vecinos que las protagonizan. Afortunadamente, otros ciudadanos –y para que se note tampoco es necesario que sean demasiados– les proporcionan el confort de vivir en ellas y el deseo de quedarse. Mejor si son ellos los que le dan –si es que pueden– el carácter y el tono a la ciudad, hasta poder identificarla por las relaciones que supone el hecho de que residan en ella. Es esto lo que hace atractiva la vida de la ciudad, por encima de la belleza de su emplazamiento o del equilibrio y la posible racionalidad de su urbanismo.

Estas personas destacan por ciertas cualidades que, en algunos momentos, las hacen indispensables para que su existencia introduzca los elementos de normalidad que son los que en definitiva afirman nuestras sociedades, salvándolas de la mediocridad, de la rutina o de la inaguantable palabrería. Estas cualidades se basan en la práctica de la amistad, en el respeto de todas las opiniones, en la discreción al expresar las propias posiciones y en la capacidad de rebajar la importancia de ciertas situaciones dramáticas o de relativizar los asuntos de la vida cotidiana: en otras palabras, en su sentido del humor. Son estas cualidades las que definen el alcance de una acción nunca satisfecha con lo conseguido, siempre nerviosa ante la posibilidad de dejar escapar las oportunidades que puedan presentarse.

Sin exagerar nada, es así como oso definir la forma de ser de Joan Gaspar Farreras.

La familia de mi mujer vivía en el mismo barrio que los Gaspar, en el Putxet, barrio tranquilo que la madre de Joan Gaspar, Elvira Farreras, había glosado con la ternura y afecto que la caracterizaban. Fue, por tanto, mi mujer la que me introdujo en el mundo fascinante de los Gaspar Farreras. Con inteligencia, Joan recibió y respetó el legado de una familia que honró Barcelona con la trayectoria de su galería, que con dedicación y constancia logró –entre otras cosas– retomar el vínculo tradicional entre Barcelona y Picasso, enturbiado durante la última dictadura, y que luego contribuyó a consolidar de forma permanente en la calle Montcada, en el museo correspondiente. Pero la fidelidad al legado quedó marcada por la inquieta personalidad de Joan, sensible y exigente al arte contemporáneo, que en todo momento supo proyectar por toda la ciudad hasta esparcirlo por sus calles.

Ceremonia íntima

Joan Gaspar era economista, de las primeras promociones de esta carrera. Formaba parte de un grupo de economistas inteligentes y simpáticos que giraban en torno al añorado Ernest Lluch. Mi primer contacto con él data de entonces. Después, el trato se convirtió en amistad con ocasión del doctorado honorario con que la universidad distinguió a Antoni Clavé. Clavé quiso una ceremonia sobria e íntima en el despacho del rectorado. Solo asistieron unos pocos profesores y naturalmente, Joan, inseparable con Núria, fiel y amable, y con toda la familia. Finalmente, la proximidad de las casas donde vivíamos fortaleció las relaciones entre nosotros y nos permitió compartir muchos ratos agradables hacia el atardecer.

Pero con Joan compartir no era un intercambio frío de opiniones, sino que estaba empapado siempre del afecto y de la total disponibilidad con los amigos, confortándolos especialmente cuando estos habían sido víctimas de los incansables zotes locales.

Discreto y ‘charmant’, amante de la vida: se ha hablado estos días. Así contribuyó decisivamente a hacernos más felices, no solo a aquellos que tuvimos la fortuna de conocerlo y de tratarlo.