PATRIMONIO MALTRATADO

De curvas, obras públicas y turismo

Las administraciones demuestran una gran incapacidad para valorar y salvaguardar ese bien turístico que es el paisaje

Carretera

Carretera / Pixabay

Josep Oliver Alonso

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Atrapados en ese continuo despertar de la marmota que parece la pandemia, apetece alejarse de sus angustias y considerar otros aspectos menos severos, aunque también relevantes. Hoy quisiera tratar nuestro desprecio por el paisaje en el que se asienta el patrimonio turístico.

Sitúense en Cortina d’Ampezzo, Corvara in Badia o Canazei: tres ciudades pequeñas de las Dolomitas italianas. Si han tenido la suerte de visitarlas, habrán observado la ausencia de signos visibles de actividad, con la excepción de los pueblos citados: incluso los remontes de sus estaciones de esquí están pintados de verde para que no se perciban. Mantienen un paisaje que, en lo esencial, no debe haberse modificado sustancialmente en los últimos siglos.

En ese viaje ficticio, diríjanse a los grandes picos de los Alpes italianos, y lo que aparece es parecido: desde el Stelvio, que domina el valle de Trento, hacia el oeste, se extienden cerca de 100 kilómetros de la Valtelina, la que recorrían los tercios de Flandes para evitar las flotas británica y holandesa y, tras bordear Suiza, seguir por el Rin hasta los Países Bajos. Se trata de un larguísimo y próspero valle, festeado de pueblos que, con la excepción de una carretera de medio pelo que lo atraviesa, parece también congelado en el tiempo.

Sáltense el lago de Como y observen cómo, al llegar a Courmayeur bajo el Mont-Blanc, las carreteras que permiten alcanzar Francia no pasarían el aprobado en nuestro país: tanto las que hacia el norte llegan a Suiza como al oeste, en dirección a Tignes. Como tampoco serían aceptables en Catalunya la multitud de carreterillas de la espectacular Toscana italiana: de Florencia al sur se extiende una red de suaves pendientes y lánguidas curvas desconocidas por estos lares.

Velocidades modestas

Más allá del Canal de la Mancha, sea en Inglaterra, Gales, Escocia o Irlanda se apiñan vías de comunicación que, por estrechas y desiguales, en Catalunya han desaparecido hace tiempo: sinuosas y con rasantes de todo pelaje, perfectamente incardinadas en el paisaje, que obligan a velocidades modestas. Quizá su ejemplo paradigmático sea aquella que, en la Isla de Skye en las Hébridas Interiores, obliga a detenerse en pequeñas ampliaciones laterales para dejar paso al vehículo que se aproxima en sentido contrario.

No quiero cansarlos más. Permítanme que, de un salto, me sitúe en los Pirineos franceses. Ahí, las diferencias con nuestras carreteras, con las excepciones de Port Bou y El Pertús, son enormes. Suban por la que desde Camprodón llega a Coll d’Ares y a Prats de Molló, y comprobarán los cambios entre la vertiente catalana y la francesa. Sigan hacia el mar, y el siguiente puerto de montaña, el de Costoja, presenta todavía una diferencia más marcada: una carretera decente desde Francia, y una muy ancha para atender el muy escaso tráfico desde Costoja en dirección a Darnius. Finalmente, tomen los dos últimos collados, los de la Manrella y el de Banyuls. Difícilmente podrán alcanzarlos desde Francia, a menos que tengan un automóvil especialmente dotado, mientras que la vertiente catalana sigue la tónica habitual: amplísimas vías para no se sabe qué volumen de automóviles.

Una aberración

Esta comparación con algunos paisajes turísticos de Francia, Italia o Gran Bretaña no son una anécdota menor: reflejan una incapacidad, muy nuestra, para valorar y salvaguardar adecuadamente el paisaje. Desde aquí, parecería que este pudiera extenderse infinitamente, y que su transformación no tenga ningún efecto sobre nuestra principal industria, la turística: las curvas y cambios de rasante, por suaves que sean, parecen una aberración y es función de los poderes públicos su eliminación y convertir un suave camino tradicional en una vía lo más recta posible, supongo que para permitir mayores velocidades. El último ejemplo, y les aseguro que en Catalunya los encontraríamos a porrillo, me lo ha suministrado la reforma de una carretera local, a los pies de las magníficas Gabarres, cerca de Els Ángels: ahí la tarea de erradicar curvas inofensivas se ha llevado al extremo.

Para un país que, como la pandemia ha mostrado, tiene una dependencia excesiva del turismo y sectores a él vinculados, esa política de obras públicas es un craso error, además de marcada incompetencia. Los paisajes, como las ciudades medievales, son un patrimonio a preservar, un atractivo turístico en sí. Y cuando se interviene en ellos sin tener esos aspectos en consideración, sus efectos no son menores. Quizá no seamos capaces de verlos hoy. Pero ahí están. Y, lo peor, ahí estarán por muchos años.

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