La Hoguera
La ciudad de las persianas
Vemos el sudario de los carteles de 'se traspasa' e intuimos familias sin ingresos y camareros en paro
Juan Soto Ivars
Escritor y periodista
Juan Soto Ivars
Barcelona es una ciudad de más de un millón de persianas (según las últimas estadísticas). Es desapacible verlas cerradas y sé que a vosotros os pasa como a mí cuando paseáis: lo veo en vuestras caras al cruzarnos. Transitamos por una ciudad a la que ha deslumbrado un camión nocturno en mitad de la carretera. Cada persiana corresponde a un bar, un restaurante, una cafetería y a los comercios para turistas que arrastraron en su caída. Son las bocas y los ojos abiertos de soldados muertos en la batalla: en el mundo real no hay belleza en este cuadro, ni heroísmo, sino cara de pasmo y aflojamiento de los esfínteres. Por eso la guerra huele a mierda, que es justo lo que no se nota en las películas de Hollywood.
Barcelona huele a cenicero mojado. Sobre muchas persianas vemos el sudario de los carteles de “se traspasa” e intuimos familias sin ingresos y camareros en paro: listas de espera de un purgatorio digno de Larra con ventanillas y líneas de teléfono infinitas donde un robot te dice que esperes, pone música de ascensor y deja atrapados a miles en el limbo hasta que otro robot les manda intentarlo de nuevo más tarde.
Quizás la ciudad de las persianas es el castigo levítico por los pecados de un Babel que se prostituyó y se arrimaba al puerto, como las mujeres del barrio chino, en busca de clientela extranjera: marineros, comerciantes, turistas. Una ciudad podrida que arrancó a los vecinos de los barrios más bonitos como si fueran espinillas, y donde ahora los comerciantes de baratijas lloran en la Rambla y en el laberinto vacío del Gótico. En sus persianas echadas saboreo mi agria venganza: soy uno de los que huyeron de esos barrios cuando Barcelona se convirtió en la feria de venta al por mayor de sus órganos vitales.
Sé que no debo alegrarme así que voy cabizbajo. Miro de reojo y con disimulo un millón de persianas bajadas que son las deudas de una apuesta que ninguna ciudad en su sano juicio debiera volver a repetir jamás. Pero se repetirá, no lo dudéis.
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