Mucho más que entretenimiento
Ni sexo ni cocaína: música
Cuando alguien describe la música como si fuera un fogonazo se da una imagen distorsionada de lo que significa
Silvia Cruz Lapeña
Periodista y Jefa de Actualidad en Vanity Fair
Silvia Cruz Lapeña
Lean ‘Filosofía y consuelo de la música’, de Ramón Andrés (Acantilado, 2020). Háganlo: no importa si lo hacen de corrido, eligiendo el capítulo más atractivo o yendo directamente a la conclusión de cada uno, donde el autor elige un poema o una anécdota con la que convence al lector de hasta qué punto la música nos construye, nos cura y nos alienta. En sus páginas se traza la historia del "arte de las musas" siguiendo la historia de las ideas. “La música es también pensamiento. Por eso cabe preguntarse por toda cosa que suceda en ella”, dice el autor recordándonos que también es una ciencia.
Su llegada a las librerías es muy oportuna. Todos echamos de menos ir a conciertos: la expectación, acudir, vivirlos y por supuesto, recordarlos. A quienes vamos para contárselo a quienes no fueron, créanme, todo eso se nos amplifica: no podemos perder detalle, tomamos notas, sabemos algunas cosas que el lector no sabe y además, nos suele apasionar ese género musical que hemos elegido para además de gozarlo, narrarlo.
Por eso, a medida que avanzaba en la lectura de ‘Filosofía y consuelo de la música’, me chirriaba cada vez con más intensidad una comparación leída mil veces: la de equiparar la música con la droga o el sexo. Los ejemplos más recientes, en un artículo de David Gallardo en 'Mercadeo Pop' en el que pregunta a otros periodistas cómo han vivido el verano sin festivales. “Hemos tenido que racionalizar algo que debería ser instintivo, y queda tan frío como si pautásemos las caricias o los empujones durante un polvo”, responde Tito Ansede. A Nacho Serrano le ha generado “una morriña que empieza a convertirse en un ‘monaco’ de los chungos”. Y quien firma el texto afirma: “Los conciertos son, efectivamente, una orgía”.
Comparto la desolación de mis colegas, no esas metáforas que yo también he usado alguna vez. La música tiene propiedades similares: excitación, subidón, resaca. Pero de ella no se espera, como de un estupefaciente o un revolcón, que dure una noche, sino la eternidad a ser posible. “La música nos corrige. Nuestro modo de estar en el mundo lo precisa. Nos distancia del ahora”, indica el escritor, que es músico, en su hermoso libro.
Sé la pasión de los compañeros que hacen crónica de conciertos, nadie se dedica a ella solo por contar batallitas o trasnochar. Y por si usted no lo sabe, está mal pagado. También sé que diferencian lo que es un festival (acto social) de lo que es la música (acto artístico), pero cuando alguien la describe como si fuera un fogonazo, un calambre, solo un bálsamo, se da una imagen distorsionada de lo que significa. Quizá en otro tiempo pudimos permitirnos esa ligereza y hasta cierta frivolidad, pero hoy no.
No se trata de hacer la música inaccesible o darle pompa, sino rigor. Quizá eso evitaría que algunas personas, confundidas, crean que un concierto es un divertimento, no cultura. Hay días que entre ellas imagino al titular de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, que en esta crisis ha ido a más inauguraciones que a reuniones con el gremio. ¿Habrá confundido el ministro el acto social con el artístico?
Que no haya festivales es un desastre económico al que aún se le busca alternativa, pero la música, se pueda o no saltar a su son con amigos y desconocidos, sigue siendo un refugio. "La música construye altura, fabrica un 'por encima'; en ella suena 'un estar a salvo'”, escribe Ramón Andrés, marcando la frontera entre el alivio momentáneo de un orgasmo y el consuelo a largo plazo que la música procura al ser humano
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