Mayores y pandemia
Igualdad, en el nacimiento y la muerte
El edadismo constituye otra forma de discriminación, en pie de igualdad con la que sufren mujeres y homosexuales

Atención a un paciente en una residencia de Barcelona / periodico

Josep Oliver Alonso
Josep Oliver AlonsoCatedrático de Economía Aplicada (UAB) y codirector de EuropeG.
Josep Oliver Alonso
La segunda ola del coronavirus continúa avanzando. Hasta hoy, los peores estragos de su impacto están ausentes o son relativamente contenidos: las personas de edad que fallecen por la pandemia no han alcanzado, todavía, las tristes cotas de marzo-mayo. Y aunque comienza a ser preocupante que la media de edad haya regresado a los 60 años, <strong>las defunciones están contenidas</strong> y las residencias afectadas son pocas. En fin, habrá que estar atentos a lo que viene.
En todo caso, no soy optimista. Ni en lo relativo a la virulencia de esta nueva fase ni, en particular, a sus efectos sobre los mayores. Estos fueron los paganos de las múltiples imprevisiones de nuestras autoridades: en el entorno del 50% de las defunciones de la pasada primavera tenían más de 70 años, cuando su peso en la población apenas alcanza el 18%. Y si bien es cierto que se trata de un grupo delicado, más proclive a otras patologías que acentúan la dureza del covid-19, también lo es que recibió un trato escandaloso: recluidos en sus viviendas, o en sus residencias, sin otra ayuda médica que sucedáneos del tratamiento que muchos de ellos hubieran merecido y, en la mayoría de los casos, negándoseles atención hospitalaria.
Cierto que las unidades de cuidados intensivos eran, dada la demanda, escasas; como también eran insuficientes los tratamientos o los respiradores. Pero esta constatación no puede exonerar a los responsables sanitarios, sea en Catalunya o en España: Alemania, sin experiencia previa como nosotros, multiplicaba por cuatro nuestras camas de críticos por habitante. Desde este punto de vista, es aterrador lo poco que se ha hecho desde entonces: la asistencia primaria continúa en cueros, atendiendo pacientes con el reloj descontando minutos de asistencia; los test y los rastreadores han aumentado, pero distan de ser los precisos; y las residencias de ancianos, por lo que se ve y se otea, están en tan mala situación como entonces. Sin cambios apreciables, nos espera lo peor. Y luego, lloraremos a nuestros mayores difuntos.
Uno no puede dejar de sumar 2+2. Y obtener 4 como resultado. Y, en lo tocante a los mayores que más han sufrido, y sufrirán, los estragos de la epidemia, la suma es simple: pobre + no productivo = absolutamente prescindible. No tenemos la estadística, ni la tendremos jamás, de los niveles de renta de aquellos muertos en sus domicilios, o en asilos que apenas merecían este calificativo. Pero si la tuviéramos, no sería muy distinta de la que aparece para el conjunto de los afectados por el covid: un marcado sesgo hacia las rentas bajas. La muerte sí tiene cartera.
Pobres y viejos. Sí. Y, respecto a estos últimos, el desprecio a su bienestar continua ahí, presente, imposible de erradicar: un fiscal de Salamanca ha tenido la brillante idea de marcar, como a otros grupos en épocas pasadas, a los mayores de 70 años con <strong>una M en su vehículo</strong>. Lo sorprendente de tamaña estupidez es que el proponente no aporta ningún elemento para justificarla: la tasa de accidentalidad de los mayores (es decir, accidentes dividido por población) es mucho menor que la del resto de grupos poblacionales. Pero, ¡ay! Se trata de ellos: prescindibles, por definición.
Sentido familiar mediterráneo
La sucedido en primavera arroja nueva luz sobre nuestra colectividad en la que, como en todas partes, los mitos se perpetúan. Y, visto lo visto, no deja de ser un mito el que las sociedades mediterráneas y, en particular, la nuestra, tengan un arraigado sentido familiar. Porque los hechos no avalan esta optimista visión: no tanto por lo que no se pudo hacer en marzo-abril, sino por lo que no se ha hecho en junio-octubre; y no tanto por lo que no han puesto en marcha las autoridades, sino por la ausencia de denuncias públicas de un desastre colectivo que debiera avergonzarnos a todos.
¿Por qué ese menosprecio? Simplemente porque el menoscabo de los mayores no figura entre lo que define hoy lo políticamente correcto. Y, si de discriminación se trata, debería formar parte de nuestros anhelos más preciados. Porque el edadismo constituye otra forma de discriminación, en pie de igualdad con las que sufren mujeres, homosexuales, otras formas de sexualidad, disminuidos físicos o psíquicos o razas diferentes a la nuestra: en lo tocante a la exclusión de grupos minoritarios no puede haber excepciones. Simplemente, se está en contra de ella o no. En todo caso, la esencia de un país que desearíamos avanzado socialmente es la igualdad de oportunidades, sea en el nacimiento o en la muerte. Mal asunto cuando una sociedad se desliza sin freno por esa pendiente.
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