Público anestesiado

La ficción del heroísmo

Sabemos que Facebook es una herramientas de sesgo y pastoreo, pero ahí seguimos, alimentando a la bestia digital con información gratuita

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Mónica Vázquez

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El cerebro se entrena, como un músculo. Sin descanso, nuestro cerebro aprende a interpretar los estímulos que recibe. Poco a poco y sin darnos cuenta vamos creando lo que Thomas Metzinger, filósofo alemán, llama el Túnel del Ego: una herramienta mental mediante la cual interpretamos los estímulos externos y los convertimos en conceptos que nos ayudan a navegar la propia existencia. A través de dicho túnel formamos parte del mundo que nos rodea. Como si de un acuario envolvente se tratase, miramos a través de nuestra manera de entender el mundo, la cual hemos ido tejiendo a lo largo de nuestra vida, adueñándonos de una gramática única según la cual nos comunicamos con el entorno.

Según nos vamos educando en diversidad de estímulos, nuestro túnel del ego cambia, evoluciona, mejora. El peligro reside en la desidia humana, la pereza que nos envuelve en lo conocido, abriendo la puerta a las cámaras de eco que las redes sociales crean y alimentan, intentando diseñar nuestra experiencia de la realidad. Poco o nada nos podemos fiar del contenido que nos es ofrecido. No nos hace falta mirar muy lejos para encontrar ejemplos graves de manipulación de masas con fines comerciales o políticos, que queramos o no aceptarlo vienen a ser lo mismo. La terrorífica historia de Cambridge Analytica y las tremebundas consecuencias de dicha aberración social nos arrancó un grito de indignación que pronto cayó en el olvido, y volvimos al redil de no pensar en ello demasiado.

En esta era de las redes sociales, los tuits incendiarios y los vídeos virales, nos ponemos a tiro de piedra de la picaresca, mareados por el incesante torrente de estímulos que nunca parecen ser suficientes. Nos ofrecemos alegremente a la cosecha de aquel que siembra, entrando sin mirar en dichas cámaras de eco, convirtiéndonos sin quererlo en parte activa de un plan ajeno. Compartimos sin mirar, complacientes víctimas que confían en que todo saldrá bien. Aplaudimos al héroe autoproclamado que nos han enseñado a entender y admirar a golpe de estímulos diseñados estratégicamente para nuestro consumo, y nos dejamos acunar por la narrativa con la que nos ceban día y noche, vistiendo la mentira de cautelosa inevitabilidad. Somos como el público anestesiado que aplaude <strong>a los superhéroes en 'The Boys', serie de Eric Kripke para Prime Video</strong> donde los superhéroes son villanos que castigan a la gente de a pie con su crueldad y necesidad constante de admiración mientras mienten, matan y abusan de la comunidad que les da de comer. Estamos tan enamorados del espejismo, de la ilusión de heroísmo y veracidad, que no nos paramos a mirar qué hay detrás del humo, cómo funciona la realidad en bambalinas, o quién maneja los hilos que animan la escena. ¿Qué hay detrás de la quimera que nos enamora en cámara, lanzándonos guiños de vacua complicidad, arrancándonos 'likes' a precio de un pensamiento crítico?

Lo verdaderamente seductor de las series de televisión es la ilusión de realidad sumada a la certeza de la ficción. La pantalla es un portal a otro mundo, o eso nos gusta pensar. Pero la pantalla es, en realidad, un espejo combo, erosionado, castigado por las necesidades emocionales más primitivas y populares. La pantalla es un consolador sin pilas, una anestesia demasiado suave que más que enmascarar el dolor lo enmarca, dejando constancia de la inevitabilidad del sufrimiento humano. La ficción es hija de la realidad, y la vergüenza que destila el sabernos parte de la pantomima nos mantiene atados a esa pantalla, mirando sin ver un reflejo inhumano de nosotros mismos.

Nos cuelan supervillano a precio de superhéroe y, en cierta medida, nos da igual. Somos conscientes del peligro de creernos las historias que nos cuentan, de lo perniciosas que pueden resultar las redes sociales y la falta de rigurosidad. Aun así, nos exponemos constantemente a la flagrante manipulación de unos pocos sin pestañear, sin intentar siquiera verificar la consistencia del contenido que nos tragamos. Sabemos que Facebook es una herramientas de sesgo y pastoreo, pero ahí seguimos, alimentando a la bestia digital con información gratuita que formará parte del menú de control y abuso de gigantes que compran su lugar en el mundo. Leemos las noticias de aquellos que alzan la voz inútilmente para intentar alarmar a una masa adormecida a golpe de meme que se atiborra a endorfinas vacías, engordando en una falsa sensación de importancia. Presuntuosos… hasta la muerte de la democracia.

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