Quiebras empresariales

Pescanova y Duralex

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Olga Merino

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La radio, encendida en la cocina, cuenta que la Audiencia Nacional acaba de condenar a ocho años de prisión al expresidente de Pescanova, Manuel Fernández de Sousa-Faro, tras finalizar el juicio por fraude contable, después de que el empresario hubiera urdido el típico entramado societario para ocultar pérdidas, taponadas durante años con créditos y más créditos, hasta que en 2013 el mar entró en tromba por el boquete abierto en el casco del buque. Aparte de sacos de facturas falsas, de las consabidas cuentas desviadas a Andorra, la sentencia subraya también la responsabilidad de la auditora BDO por haber hecho la vista gorda, dicho en plata. Una noticia de envergadura por partida doble -la de Pescanova es la mayor quiebra no inmobiliaria acaecida en España- que, sin embargo, ha pasado medio en sordina, devorada por la pandemia y por la política chabacana de siempre, de palo de gallinero, corta y llena de guano.

Por salud mental quizá, lo de Pescanova me ha llevado a otros mundos más amables, a un recuerdo de finales de los años 70, cuando se estrenó en la tele aquella caricatura llamada Rodolfo Langostino, con sus patillas gauchas, el acento porteño y un sombrerito tanguero, una gamba austral congelada y seductora que asomaba por Navidad diciendo 'llevame' a casa. La mía, desde luego, no la frecuentó mucho. Serían caros o demasiado sofisticados los langostinos, pero me acuerdo a la perfección del anuncio, lo mismo que de la vajilla Duralex, cuya empresa fabricante también se ha declarado en quiebra hace unos días. Platos democráticos, baratos e irrompibles. Tazas feúchas cuya paleta cromática tenía resabios de plan quinquenal -o verde botella o ámbar, no había más-, pero que pretendían durar toda una vida. Los objetos, las palabras, las ideas tenían antes vocación de perdurabilidad. Por eso la empresa francesa ideó el nombre de la marca inspirándose en el antiguo adagio en latín 'dura lex sed lex' (la ley es dura, pero es la ley), una sentencia que parece esculpida en piedra, como un asidero inmutable, sólido, de cuando la política y los negocios, la lícita aspiración a generar riqueza, no perdían de vista el bien común. La vertical de la ética.                   

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