ANÁLISIS

Humanitarios del hambre

Desplazados somalís hacen cola para recibir alimentos del PAM, en un campo de Mogadiscio.

Desplazados somalís hacen cola para recibir alimentos del PAM, en un campo de Mogadiscio. / periodico

Rafael Vilasanjuan

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El hambre es la peor pandemia que afecta a la humanidad en estos momentos. Ni siquiera las cifras del covid pueden hacer sombra a esta otra realidad. Por más asustados que estemos ante el avance del virus, a este lado del mundo vivimos en la despensa y nos parece imposible primero que el hambre exista y aún más que el hambre mate. Pero ocurre diariamente y su impacto es incomparable con ninguna otra epidemia. La alarma de haber superado el primer millón de muertos por covid se alcanzaba hace solo unos días, en el mismo tiempo el hambre ha matado siete veces más personas en todo el mundo y cuando acabe el año el registro superará los nueve millones de personas, la mayoría niños que no podrán llegar a cumplir sus primeros 10 años de vida. Si se trataba de poner de manifiesto "la pandemia" el Premio Nobel ha sabido asomarse al lado más oscuro del planeta, y premiar a quien intenta paliar sus peores consecuencias.

El Programa Mundial de Alimentos no es la organización más moderna, ni la más innovadora, a pesar de todos los trajines en los que ha estado metida en 60 años de historia. Creada por EEUU cuando la primera potencia tenía una visión global, lo cierto es que respondía más a un interés propio que ajeno. El Gobierno americano compraba a sus agricultores todos los excedentes de comida y los repartía por todo el mundo. Todos ganaban: unos porque cobraban un producto que de otra manera se desperdiciaría, EEUU porque potenciaba sus relaciones con los países más desfavorecidos en plena guerra fría, y las personas en riesgo porque recibían una ayuda a base de cereales. El programa pasó a la ONU, pero todavía hay quienes critican la enorme dependencia de los fondos y la agricultura americana. Ha cambiado y lo importante ahora es que su presencia en cualquier lugar del mapa anuncia que hay tormenta, que estamos frente a alguna catástrofe y que como en todas las crisis, el hambre acaba mucho antes con la vida de niños, mujeres y adultos, que la violencia a la que hacen frente. El Programa Mundial de Alimentos es el principal proveedor de alimentos en países en conflicto, en zonas afectadas por sequias inundaciones. Sus camiones de comida son un oasis allá donde no hay nada que comer. Y solo por eso ya merece el premio.

Sin embargo, hay una segunda lectura todavía más interesante en las razones por las que el premio ha ido a parar a una organización de Naciones Unidas, tal y como ha hecho constar el jurado. El universalismo que representa y su trabajo por los derechos más básicos de toda la humanidad contrasta con el populismo y la política nacionalista que prevalece en algunos países y que en nuestros días amenaza con no hacer frente de manera decidida a ninguno de los problemas que esperan una respuesta global, desde el clima a la vacuna del covid, pasando por la deforestación, o la pobreza extrema. Se llevan el premio estos humanitarios del hambre, pero la llamada es para desenmascarar al populismo criminal que se expande en medio mundo.

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