La cultura en tiempos de pandemia
El dios principal
Sin certezas y sin timón, cada cual mira hacia adentro. Cuida su casa, su espacio, su cuerpo. Lo mismo le pasa al arte, por ejemplo, al flamenco, siempre alineado -aunque pocas veces se le tome en serio- con su contexto social, político y de pensamiento
Silvia Cruz Lapeña
Periodista y Jefa de Actualidad en Vanity Fair
Silvia Cruz
"No es una guerra", dijeron y repitieron a pesar de que poco a poco hemos visto escorarse los bandos. "Dejad el lenguaje bélico", pidieron a los periodistas después de que el presidente del Gobierno comunicara el estado de alarma como quien anuncia una batalla. Es cierto que no vemos sangre ni oímos gritos –quizá porque no podemos ir a funerales ni entrar en las uci–, pero sí hay desconcierto y, a estas alturas, un hedor a autoridad minada.
Sin certezas y sin timón, cada cual mira hacia adentro. Cuida su casa, su espacio, su cuerpo. Lo mismo le pasa al arte, por ejemplo, al flamenco, siempre alineado –aunque pocas veces se le tome en serio– con su contexto social, político y de pensamiento. Un ejemplo es lo último de Rocío Molina, Premio Nacional de Danza 2010, que ha presentado 'Trilogía de la guitarra' en la Bienal de Sevilla. Un 'leitmotiv' de la obra es 'Amarguras', bellísima marcha procesional compuesta por Font de Antas capaz de emocionar al ateo tanto como al que cree. No es el único toque funesto de la creación de la bailaora, donde resuenan Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik, a las que ha incorporado a su 'background' hace ya un tiempo. Poetas que 'hablan' desde el cuerpo de Molina, que opta así por versos y referentes alejados de España, quizá porque ya no es una procesión, sino una cárcel, lo que llevamos por dentro.
Letanía enfermiza
'Márgenes' es otro ejemplo. En ella, el coreógrafo Daniel Doña habla del cuerpo que en el primer confinamiento todos descubrimos frágil, torpe o imperfecto. En las tablas, el bailarín Cristian Martín Cano y la cantaora Sandra Carrasco, que arranca el 'show' balbuceando, algo habitual en un arte que no pocas veces sacrifica las palabras en favor de la expresión. El “ay” es el mejor ejemplo. Pero lo de Carrasco no es un 'quejío', es un tartamudeo, una letanía enfermiza de alguien que no habla, no porque no pueda sino porque ha dejado de comprender lo que sucede.
Al oírla, se entiende que para ese desconcierto no hubiera servido una seguiriya, cante de dolor profundo pero concreto. Tampoco una saeta, apta para llorar la pérdida de un ídolo, no la pérdida de la razón o del sentido, otra baja importante en esta lucha sin tiros. “La jaula se ha vuelto pájaro”, escribió Pizarnik y no hay que ver su verso como una liberación sino como si en las patas del ave, ida y sin rumbo, colgara plomo. ¿Cómo no sentir ese peso con cada cuerpo convertido en un arma con capacidad de matarse y de matar mientras recibimos órdenes contradictorias sobre cómo evitar que se dispare el gatillo?
Dolor psicológico
'Márgenes' también habla de Diane Arbus y de los 'monstruos' que retrató en los años 70, personas que producen perplejidad a quien los mira por ser demasiado altas, demasiado bajas, padecer alguna deformidad o tener síndrome de Down. Que se usen referencias sobre el cuerpo y alejadas de Lorca o de Miguel Hernández –habituales del género– no es nuevo, pero es llamativo que esos poetas, asesinados, estén siendo sustituidos en este flamenco del siglo XXI, aciago y de pandemia por creadoras suicidas: Plath, Pizarnik, Arbus o Anne Sexton, en quien la cantaora Rosario 'La Tremendita' inspiró su último disco.
Es llamativo pero no extraño porque todas hablan de un tipo de ataque que hace herida sin dejar pruebas: el dolor psicológico. Un dolor que devora la esperanza, deshecha en un panorama donde la única guerra declarada es entre dirigentes, incapaces de aplacar el miedo, que se ha erigido como el único gobernante eficaz y al que Plath bautizó como "el dios principal".
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