El centenario de un grande de las letras
Delibes, el ecologismo humanista
El autor de 'Los santos inocentes' reemerge hoy como un adalid de la sostenibilidad
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Me hice delibesiana más o menos a los 13 años, cuando cayó en mis manos 'La hoja roja' de pura chamba, y, admirada, seguí luego el surco del maestro, hacia atrás y hacia delante, hasta 'El hereje', el testamento literario que urdió a partir de las tensiones políticas y religiosas del siglo XVI. Puestos a elegir, también habría preferido que la Academia sueca lo hubiera honrado con el Nobel de Literatura, el 10 de octubre de 1989, en lugar de escoger a Camilo José Cela, sin más argumento a favor que el «porque sí», la devoción y la creencia profunda en la integridad de un hombre que parecía de una pieza, un castellano más seco que el esparto pero noble. «Mi vida de escritor -dijo- no sería como es si no se apoyase en un fondo moral inalterable. Ética y estética se han dado la mano en todos los aspectos de mi vida». Una divisa que en él resulta creíble.
A punto de celebrar el centenario de su nacimiento (17 de octubre), vete a saber cuándo será factible una escapada a Madrid en condiciones para visitar la exposición en la Biblioteca Nacional -la inauguración se retrasó seis meses por el estado de alarma-, donde se exhiben primeras ediciones, su máquina de escribir Hermes Baby, las cuartillas a tinta y mano y la mesa sobre la que trabajaba, con cercos de tazas y quemaduras de pitillo. Una mesa sobre la que construyó una obra coherente.
El escritor castellano fue una Casandra trágica a la que nadie escuchó cuando denunciaba en 1975 el envenenamiento de la naturaleza
Más que de grandes arquitecturas novelescas, de intrincadas hilaturas de trama, Delibes se crece en la creación de personajes, una memorable gavilla de perdedores, antihéroes vapuleados por el mundo a los que trata con suma compasión: Daniel el Mochuelo ('El camino'); Nani, que caza ratas para subsistir; las soledades entretejidas del viejo Eloy y la Desi, la chica que lo ayuda con las faenas domésticas ('La hoja roja'); Menchu, frente al ataúd del finado Mario; y la entereza de Régula, Paco el Bajo y Azarías de 'Los santos inocentes'. Su poética, su forma de entender el arte de contar historias, se sostiene sobre tres ejes imprescindibles: un hombre, una pasión y un paisaje, y es sobre este último puntal donde el texto querría poner el acento. Delibes es Castilla, el cielo azulísimo y la tierra desamueblada, el páramo y los trigales que no medran por la falta de lluvia. La luz despiadada. ¡Cuántas palabras reaprendimos en sus novelas rurales! Aricar, agostero, escardar, celemín, trasconejar, alcor… Cuenta el anecdotario que, en las sesiones de la Real Academia, se emperraba en introducir en el diccionario nombres de pájaros rarísimos; cuantas más entradas cupieran, mejor.
Además de narrador, el vallisoletano fue un humanista, un ecologista convencido, un profundo amante de la naturaleza. Puede que, para algunos, tanto elogio verde choque con la pasión cinegética del escritor, vertida en múltiples obras -'Diario de un cazador', 'Con la escopeta al hombro'-, pero Delibes creía en la sostenibilidad, y las más de las veces regresaba a casa con el morral vacío. «El verdadero cazador es capaz de disfrutar de un placentero día de caza sin necesidad de disparar la escopeta», sostuvo. Él fue de los primeros en constatar cómo la perdiz roja perdía terreno en las riberas del Duero a medida que el secano iba siendo sustituido por el regadío; fue pionero en advertir cómo los aguiluchos empollaban huevos sin cascarón, «apenas protegidos por una débil membrana».
Al cabo de 45 años, su discurso de ingreso en la Real Academia Española, leído el 25 de mayo de 1975, reemerge como un alegato audaz en favor de la biodiversidad, un mensaje adelantado a su tiempo, aun cuando entonces, en una época en que España se encontraba inmersa en el (relativo) despegue económico, lo tacharon de «reaccionario», de retrógrado opuesto al progreso, como si el escritor, con la gorra campera y el botijo a los pies, estuviera defendiendo la regresión a «las mermeladas de la abuelita» y a la cría de gallinas en el balcón. Él no pretendía renunciar a la técnica, sino «embridarla». Así nos vemos.
¿Qué diablos hemos hecho? Para este viaje, que ahora la pandemia cuestiona, no hacía falta tanta alforja. Titulado 'El sentido del progreso desde mi obra', el discurso carga contra el envenenamiento de la naturaleza, la codicia del capitalismo, el despilfarro consumista que consiente la pobreza de dos tercios de la humanidad, la presencia de DDT —hoy prohibido— en la leche materna, la obsolescencia de objetos que se presumían perdurables, la alienación y el allanamiento de la intimidad del hombre… Y eso que no existía entonces medio de comunicación más sofisticado que la tele.
«Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble». La España deshabitada ya se perfilaba entonces, y todo para qué. ¿Tiene algún sentido tiene un paisaje vacío? En este sentido, Delibes representa a una Casandra trágica a la que nadie escuchó.
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