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Un triste final

El 'president' Torra se va sin haber intentado negociar y con las diferencias al máximo entre JxCat y ERC

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Joan Tapia

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El 'president' Torra no lo tenía fácil. Fue elegido en las elecciones convocadas por Rajoy al amparo del 155. Los partidos que se presentaron habían admitido así el régimen autonómico. Pero el independentismo, en base a su mayoría parlamentaria con el 47,3% de los votos (47,8% dos años antes), creyó, o fingió creer, que el resultado avalaba la República medio proclamada.

Complicado. Ser elegido con el 155 e insistir en que la República estaba viva era absurdo. Y Torra lo tenía mal. No era un político pues no había sido ni diputado ni ejercido ningún cargo de gestión pública. Era un editor (minoritario) y un agitador catalanista y nacionalista que había sido presidente de Òmnium Cultural. Poco bagaje para pilotar una situación nunca vista en la que era necesario revisar promesas (no cumplidas) y una alta capacidad de arrastre de las fuerzas propias y de negociación con la otra mitad de Catalunya y con el Gobierno español.

Torra, un hombre educado y afable según quienes le conocen bien, no era el adecuado para las circunstancias y su elección se debió a que Puigdemont, el líder de la lista más votada (tras la de Cs), lo impuso tanto a JxCat como a ERC y a la CUP. Intuía (ha acertado) que Torra, pese a posibles diferencias, no tomaría vuelo propio.

En vez de intentar abrir vías de negociación, Torra insistió desde el principio en el enfrentamiento (verbal) con Madrid. Así al matutino “apreteu” a los CDR le sucedió al atardecer el restablecimiento del orden por los Mossos. Y lo mismo pasó tras la sentencia del Supremo. Tras los gestos de Torra animando la protesta (no siempre pacífica) llegó la inevitable y difícil defensa del orden público por parte de los Mossos.

Torra nunca supo (o quiso, o no fue autorizado) sacar las conclusiones lógicas. Por eso desobedeció la orden de la Junta Electoral que <strong>le ordenaba retirar la pancarta sobre los presos del Palau de la Generalitat</strong> al juzgarla un símbolo partidista en plena campaña electoral. Torra solo la retiró más tarde, cuando supo que los Mossos harían cumplir la resolución. ¿Inhabilitarle por una pancarta es excesivo? Quizá, pero Torra no la retiró a sabiendas. Y si hubiera tenido abogados tan perspicaces como Puigdemont en Bruselas y en Alemania, no habría confesado desobediencia ante el tribunal. Podía, con desparpajo, alegar retraso. Tampoco siguió los prudentes consejos de Rafael Ribó, el Sindic de Greuges.

La 'época Torra' se acaba. Nunca aceptó algún intento de diálogo ni exploró el relevo del PP por el PSOE en el Gobierno de Madrid. Habrá protestas y los CDR darán que hablar. Pero no deja buen recuerdo. Su última hazaña fue destituir a tres 'consellers'. Una, Àngels Chacón, por no abandonar el PDECat, el partido que hizo 'president' a Puigdemont. Otra, Mariàngela Vilallonga (Cultura) con sintonía intelectual, pero falta de sumisión al no cesar a un alto cargo. El tercero, Miquel Buch, por no seguir sus indicaciones sobre los Mossos.

Además, el cisma independentista brilla en todo su esplendor. El máximo acuerdo JxCat-ERC es que el vicepresidente, Pere Aragonès, al que estatutariamente le corresponde una presidencia disminuida, tampoco podrá ni ocupar el despacho presidencial ni dirigirse a los catalanes en el mensaje de fin de año. Torra ha puesto también muchas trabas a la comisión de diálogo con Madrid que quería ERC. Y no ha querido convocar elecciones para dar tiempo a Puigdemont para poner orden en el muy fragmentado mundo de JxCat y la antigua Convergència.

Triste final. Para él y para Catalunya.

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