IDEAS

Los silencios de Bonnín

Hermann Bonnín, en una imagen de archivo.

Hermann Bonnín, en una imagen de archivo. / periodico

Josep Maria Pou

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Tuve la fortuna de pasear muchas veces en silencio junto a Hermann Bonnín en el Madrid donde nos conocimos a finales de los años 60, y al que llegó tras opositar y ganar la cátedra de dirección escénica en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, de la que enseguida, aupado por alumnos y profesores, llegó a ser nombrado director.

Bastaba una reflexión suya para crear un silencio en el que se multiplicaban las ideas

Veníamos de Barcelona los dos y, con unos cuantos conocidos en común, pronto creamos amistad y complicidades. Yo tenía ya un año de experiencia en la dicha Real Escuela y me empleaba en ponerle al corriente de sucesos y personas. Terminadas las clases del día, a esa hora en la que Velázquez se pone a pintar los atardeceres de la capital, caminábamos los dos por la ruta común que solo se bifurcaba al llegar frente a su domicilio. Yo hablaba y hablaba. Bonnín escuchaba. Puntualizaba (o apuntillaba, certero) de vez en cuando. Bastaba, a veces, una reflexión suya para crear un silencio en el que se multiplicaban las ideas. En esas charlas de caminante y en esos sabios silencios se fue alimentando el carácter de mis veintipocos años. Luego, ya en 1971, yo me gradué y él volvió a Barcelona para ponerse al frente (y darle la vuelta, como a un calcetín) del Institut del Teatre.

Recuerdo, a partir de entonces, dos encuentros cruciales: el primero en 1987, cuando, siendo él director del Centre Dramátic de la Generalitat, me convenció para debutar en el Teatre Romea haciendo yo, por primera vez en mi carrera, teatro en catalán: ‘És així, si us ho sembla’, de Pirandello, fue nuestro primer (y único) trabajo en común.

El segundo encuentro tuvo lugar hace apenas año y medio en la puerta del Teatro Goya. Nos abrazamos, como siempre. Pero ese día apretó fuerte mis manos con las suyas, diciendo: “¿Te acuerdas de nuestro largos paseos por Madrid? ¿Te acuerdas?” Me acordaba, por supuesto. Lo que no podía imaginar, lo que me alegró y emocionó hasta las lágrimas mal disimuladas, es que ese recuerdo sobreviviera, tan presente, en su maltrecha memoria.

Ahora se ha ido en silencio. Y es su hija Nausicaa la que nos recuerda, con acierto, la palabra de su querido Brossa: “Escuchad este silencio”.