Opinión | LIBERTAD CONDICIONAL

Lucía Etxebarria

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El cuento de una ciudad en recesión

Tanto Madrid como yo nos morimos de ganas de borrar lahistoria reciente.

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zentauroepp54234885 madrid 24 07 2020 sociedad ambiente de terrazas por la noc200923195108 / DAVID CASTRO

Fuimos al cine. Éramos solo nosotros dos en la sala. Lo que más impactó es que, cuando acabó la sesión, entró una mujer a limpiarla.

El contraste con las terrazas a la salida del cine, en la calle Bravo Murillo de Madrid, fue casi aterrador. Unas cien personas, sin mascarilla, incumpliendo las distancias de seguridad. A nadie parecía importarle que hubiera 3.100 personas ingresadas por coronavirus, 410 de ellas en esas ucis ya saturadas.

Teníamos miedo al metro, volvimos a casa andando. Atravesamos Montera. Las chicas siguen allí, como aves nocturnas. Se alquilan como los locales cuyos negocios han quebrado.

Nuestro estado de ánimo desde marzo se resume en una sola palabra: vacío.  Estos meses no han dejado nada tras de sí, igual que nosotros no dejamos rastro en la sala de cine.

Tanto mi ciudad como yo nos morimos de ganas de borrar nuestra historia reciente. Retroceso en vértigo, en caída libre. Empecé a dudar de la esperanza y a sentirla en mí como carencia. Lento derrumbe de mi ciudad, de mi cabeza. Guardando silencio para evitar que las imágenes de años más dichosos nos hagan daño, sintiéndonos como intrusos, como extraños. En nuestra propia vida, en nuestro propio cuerpo, en nuestro propio barrio, en nuestra propia ciudad.

Hace menos de un año, el mismo camino lo hubiéramos hecho chocando con grupitos de jóvenes borrachos que salían de los bares. Pero la calle estaba casi desierta. De vez en cuando se cruzaba alguien en el camino y ofrecía un pequeño destello de esperanza, de ilusión, que se apagaba pronto. Y después, de nuevo, la oscuridad.

Avanzábamos con un dolor tranquilo, una melancolía silenciosa. Una de esas tristezas que se pueden llevar escondidas, en el bolso o la cartera. Pero la tristeza pesa. En el bolso, en la cartera, en las palabras. Por eso ahora hablábamos arrastrándolas. Y aún nos podemos llamar afortunados, porque no vivimos en uno de los barrios confinados.

A la mañana siguiente leí el titular que echó la última paletada de tierra a la tumba de mis ilusiones: España entra en recesión.

Era la misma mañana en la que intentaban desahuciar a Paco, un vecino de mi calle. Un vecino que lleva 40 años viviendo dos pasos por debajo de mi casa. El que fue dueño del FM, el bar en el que tantas noches, con la ingenuidad de la adolescencia, intentábamos arreglar el mundo entre botellines de cerveza. Nunca, en la peor de nuestras borracheras, habríamos imaginado un mundo así. 

Paco lleva 40 años pagando su renta puntualmente. Pero un fondo de inversión, propiedad de la familia Franco, compró la vivienda que él habita. Paco tiene 87 años y un cáncer terminal. Ni siquiera le quieren dejar morir dignamente en su casa. Porque la familia Franco tiene prisa por recuperar una vivienda de apenas 50 metros cuadrados, una de entre las que componen su patrimonio de 100 millones de euros en propiedades inmobiliarias.

La comisión judicial llegaba poco antes del mediodía, con cobertura policial. Allí estaban los vecinos y la prensa.

La comisión suspendió el desahucio 'sine die'.

Y entonces una pequeña, muy pequeña chispa de confianza iluminó por un segundo el cielo de Madrid. Madrid, 'atravesada del hambre y la vida, sigue en sus flores'.

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