El poder de abstracción de los libros

Cuando la vida parece literatura

Hice una pequeña encuesta entre amigos lectores: un 52,8% no leyó nada o casi nada durante el confinamiento, un 47,2% no paró de leer

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Care Santos

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Esta semana he participado en el Hay Festival de Segovia, uno de los pocos certámenes culturales del inicio de curso que no se han suspendido. Confieso que pensé que acabaríamos conversando a través de una pantalla. Sin embargo, allí estuvimos Julia Navarro, Daniel Fernández y yo misma, frente a un aforo limitado, entre las paredes góticas de La Alhóndiga, en un día fresco y ventoso, que la lluvia medio respetó. Fue estupendo. Solo echamos de menos a Carme Riera, quien debería habernos acompañado y no pudo hacerlo.

El tema de la mesa redonda —organizada por el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO)— era el que nos ocupa a todos la mayor parte del tiempo: la Pandemia, así, con mayúsculas. No es la primera vez que soy convocada para hablar de ello en público. Tenemos necesidad de analizar qué ha ocurrido, cómo nos ha sentado, qué viene ahora. Cuando el virus sea historia, tardará mucho aún en desaparecer de las conversaciones. Veremos si también de las novelas.

La mayoría de los escritores que conozco, incluida yo misma, tuvimos un confinamiento productivo. Tengo amigos que terminaron, empezaron, encauzaron o idearon novelas durante los meses de encierro. La mayoría leímos sin descanso. Carme Riera, en un texto escrito para la ocasión, dijo que el confinamiento le dio para terminar su biografía de Carmen Balcells y para leer incansablemente. Aunque, confesó, añoró las flores, del mismo modo que ahora añora los abrazos.

No es raro, me digo, que los escritores lleváramos bien el confinamiento. Nuestro trabajo requiere soledad, aislamiento prolongado, una cierta —o una total— distancia del mundo. Escribir es confinarse, en cierto modo. No solo en sentido literal.

Aunque, por supuesto, también existe el desánimo. La falta de concentración derivada de lo que estaba —está— ocurriendo. Julia Navarro se refirió a ellos. Dijo que le costó mucho trabajar después de los primeros 15 días, a pesar de estar acostumbrada a la soledad de sus largos periodos de escritura. Que para ella el confinamiento no fue ni bueno ni gozoso. Lo que desearía Julia es retomar la vida que la Pandemia interrumpió. Así lo dijo.

Pensando en las posturas de mis contertulias, antes de empezar este artículo hice una pequeña encuesta virtual entre amigos lectores para saber cómo se tomaron el encierro forzoso de la pasada primavera. Esto fue lo que descubrí: un 52,8% no leyó nada o casi nada. Un 47,2% no paró de leer. Hay quien afirma haber leído 30 libros durante el confinamiento porque era su modo de evadirse. También hay quien sufrió una especie de «ansiedad por leer» que luego terminó de pronto, hasta el punto de que desde el verano lleva semanas sin abrir un libro. Algunos aprovecharon para leer en familia, ayudar a los más pequeños a descubrir cuentos o novelas; otros, decidieron leer títulos siempre pendientes o clásicos que no habían descubierto aún; a otros les dio por releer, reencontrarse con lo amado en otro tiempo. La literatura fue para muchos «un bálsamo», «una evasión», «una medicina», «una salvación». Y Teresa, librera de la librería El Cucut de Torroella de Montgrí me informó de que muchos de sus clientes, ella incluida, se lanzaron a devorar libros de intriga, en que el sufrimiento emocional está bajo control porque el género impone unas reglas de juego muy concretas. En ese sentido, hasta se atrevió a dar un consejo receta: «Bien escogidas, las novelas de intriga son un buen recurso cuando tienes los nervios descontrolados».

La suspensión de la incredulidad

La falta de concentración, la preocupación, la falta de ánimo o la angustia también atacaron a muchos. Lectores empedernidos leyeron poquísimo o nada. Se sentían frustrados porque no lograban encontrar en los libros la abstracción que andaban buscando. No podían dejar de pensar en lo que había allí fuera. Tal vez es cuestión de carácter. O de las circunstancias. O puede que tenga algo que ver con la llamada «suspensión de la incredulidad»: la capacidad de dar por válidas las premisas sobre las que se basa una obra de ficción. Cuando la realidad supera la ficción, la suspensión de la incredulidad que requiere toda obra literaria se debilita. De algún modo, la realidad arma demasiado ruido para que podamos atender a los susurros que llegan desde una novela. A todos nos ha pasado en algún momento. El confinamiento generó desconcentración en masa.

A pesar de todo, <strong>los índices de lectura subieron un 7%</strong>. Hay más lectores ahora que antes del confinamiento. Me gustaría, si pudiera, hacer otra encuesta a todos aquellos a quienes el encierro les puso un libro entre las manos por primera vez, y descubrieron en sus páginas las maravillas de la ficción. Lo han experimentado muchos jóvenes y a muchos niños. Estoy segura de que también muchos adultos. Tal vez algunos de ellos ya nunca dejarán de ser lectores. Algo bueno tenía que dejarnos todo este lío.

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