IDEAS

Héroe de cole

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Miqui Otero

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Se supone que el gesto de Héctor, el héroe troyano, sintetiza qué significa ser padre. El guerrero de la antigüedad se quita el casco y lo coloca en el suelo para poder abrazar así a su hijo mirándolo a los ojos. Justo después, pide un deseo para él y lo eleva con los brazos por encima de su cabeza manteniéndole la mirada. Es su forma de decirle a su retoño, y al mundo, que quiere que lo supere en todos los sentidos.

Hoy es un día solemne así que tiraremos de clásicos. No llevo casco, pero sí mascarilla, así que me la bajo dejando que enfunde la papada y que descubra una sonrisa algo histérica que pretende tranquilizar a mi vástago en el primer día de colegio de su vida. Lo elevo por encima de mi cabeza (tampoco es que vaya a sentir vértigo, soy más bien bajo) y veo que le cambia el gesto. ¿Qué ha visto? Pues a dos profesionales del colegio con visera de plástico, mascarilla y uno de esos revólveres-termómetro para tomar la temperatura. 

En ese momento, pienso que lo envío a, efectivamente, 'La dimensión desconocida': “Es el término medio entre la luz y la sombra, entre la ciencia y la superstición, y se encuentra entre el abismo de los temores del hombre y la cima de su conocimiento. Es un área que llamamos 'La Dimensión Desconocida'”.

Los maestros de escuela merecerían una serie documental de Netflix o HBO que mostrara hasta qué punto son más bravos que el troyano Héctor

Al día siguiente, como Pepe en la novela 'Ferdydurke', soy un adulto que se ve, de repente, como en un sueño, volviendo a ser alumno. Es decir, me toca acompañarlo en clase durante una hora, como parte del proceso de adaptación. Aquí estoy, sentado en una silla minúscula y todo rodillas exageradas, atendiendo a la profesora de P3: solo espero no reírme a destiempo o cuando no toca como siempre me sucedía. Soy, también, Tom Hanks en 'Big'. Y, entonces, por primera vez en meses, veo a una camada de humanos correteando sin mascarilla (tienen todos menos de seis años), ajenos a todo esto que está pasando. Me parece tan alucinante como viajar en el tiempo a 1985 (o, aún más: a antes del marzo pasado). 

Minutos después, niños y niños vienen a darme ofrendas. Me siento un dios griego. O Trimalción en un banquete. Me traen huevos fritos, racimos de uvas, peras, manzanas y tomates. Son de plástico, pero, bueno, también lo son los del Mercadona y no nos quejamos. Y pienso entonces en los profesores que estarán así todo el año o el tiempo que puedan, que están levantando esto a pulso y a pesar del caos y la improvisación institucional. A veces creo que no se valora lo suficiente a los profesores porque salimos del cole y conservamos la mirada irreverente del niñato adolescente. Nos creemos con derecho a criticarlos. Es volver y entender que no es así.

Para mí nunca lo fue. Mis padres fueron maestros de escuela y he vivido su vocación y su desgaste desde siempre. Y, aun así, no comprendí hasta qué punto es importante su labor hasta que mi padre se jubiló y el colegio le regaló un VHS donde exalumnos, compañeros y padres hablaban de lo que había hecho durante toda una vida. Todos deberíamos ver un vídeo así, estos días. De hecho, merecerían una serie documental de Netflix o HBO donde se mostrara hasta qué punto estos profesionales son más bravos que aquel tal Héctor que se sacaba el casco y lograba, pese a todo, levantar a su niño para que viera un poco más allá.