Desde Sant Gervasi
...Y el silencio se acabó
Ya no estamos en la ciudad fantasma de hace solo un par de semanas, una ideal para rodar la secuela de 'No es país para viejos', sino en esa donde, al parecer, hace falta un cuatro por cuatro para ir a buscar una barra de pan
Juan Manuel Freire
Periodista
Periodista y crítico cultural.
Juan Manuel Freire
Hace solo poco más de un mes, si no me engaña la distorsión actual del tiempo, lloriqueaba desde esta misma columna por el extraño silencio que ha invadido mi barrio casi todo este año. O dos silencios diferentes: el de marzo, producto de asumir con rectitud la responsabilidad del confinamiento, y el de agosto, producto del éxodo en apariencia masivo a segundas residencias. Cada uno a su modo, bastante frustrantes.
Hay que tener cuidado con lo que se desea, no sea que llegue en dosis excesivas. El ruido ha llegado a lo grande. Ha sido acabar agosto y empezar a emigrar las aves cantarinas y volver a las terrazas una camada de perros a los que todo parece poner en alerta. Incluso los pequeños, o estos como ningunos, tienen ladrido de Cujo. Los sutiles, casi hipnóticos diálogos entre cárabos han dado paso a 'performances' de cacofonía canina que ríanse de los desmanes ruidistas de Russell Haswell o Alessandro Cortini en algún Sónar.
Y hablando de música: ya no suena solo a las ocho, después de los aplausos. Que las cosas van mejor, o nos hemos acostumbrado a que no sean tan normales, queda claramente ejemplificado en la cantidad de músicas festivas que se entrecruzan en mi escalera y se filtran por las paredes y cuelan por debajo de la puerta. No son necesariamente himnos de resiliencia, 'Resistiré', 'I will survive' y derivados. Todo lo que tenga un bombo persistente ahora es válido.
En la calle, el ruido de los cláxones ha sustituido al del viento. Ya no estamos en la ciudad fantasma de hace solo un par de semanas, una ideal para rodar la secuela de 'No es país para viejos', sino en esa donde, al parecer, hace falta un cuatro por cuatro para ir a buscar una barra de pan. Todo vuelve a ser casi como era y nos olvidamos de que antes del coronavirus nos preocupaba, o eso decíamos, el maltrato del planeta. Se acabó el silencio y con él nuestra inacción. Eso está bien, siempre y cuando la acción se traduzca en construcción y no destrucción.
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