Éxodo urbano

Las ciudades imposibles

Me apena que hayamos dado las ciudades por imposibles y renunciemos a todo lo bueno que sí tienen, a su capacidad transformadora, de progreso, y de darnos un futuro

Una mujer acompañada de dos pequeños arrastra una maleta en la estación de Sants, el viernes pasado.

Una mujer acompañada de dos pequeños arrastra una maleta en la estación de Sants, el viernes pasado. / periodico

Mar Calpena

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Para muchos de nosotros no hace falta remontarse a más allá de dos generaciones para encontrarnos un antepasado nacido en un pueblo. El cambio demográfico y social del campo a la ciudad marcó todo el siglo XX, y a menudo fue difícil y traumático. Costó sangre, sudor y lágrimas que algunos barrios tuvieran autobuses, y que otros contaran con un centro de salud. La sociedad moderna creció en las calles de las ciudad, pero ahora la tendencia parece invertirse; a raíz de la covid, aunque no solo a causa de ella, y en todo el mundo, proliferan las noticias de familias que empacan sus cosas, y en una suerte de nueva conquista del Oeste, buscan vivir mejor y más barato lejos del asfalto.

Se estima que unos 500.000 neoyorquinos lo han hecho desde que comenzó el año, y aquí se está dando ya un modesto boom inmobiliario en las primeras coronas de Madrid, Barceloa o Málaga. Pero creo sinceramente que hay algo de ingenuidad, y a veces incluso de prepotencia, en la idea de que un nuevo éxodo al campo será el remedio para todos los males de este y también para los de la ciudad. La España vaciada no se vuelve a llenar sólo trasladando allí a más gente, ni le 'crece' el 4G, ni le brotan carreteras, empleos y colegios solo porque el teletrabajo permite reconvertir los pueblos en suburbios. Si no entendemos que el medio rural debe protegerse de incendios, que las macrogranjas son fábricas de comida y que el proyecto de vida hay que lucharlo allí también solo nos convertiremos en los proverbiales trileros que mueven la bolita de nuestros problemas de vivienda, empleo o educación a otro territorio.

No soy capaz de juzgar a nadie por ir a buscar una vida mejor allá donde quiera o pueda encontrarla. Mi abuelo materno, por ejemplo, llegó a Barcelona hacia 1900 huyendo de los rigores de un campo azotado por la filoxera. Pero la expulsión de nuestros barrios, la emigración forzada que nos deja una ciudad desigual, en la que solo quedan los que no pueden permitirse marchar y los que pueden permitir quedarse, además de una población flotante de turistas y 'expats' que la usan como decorado insípido. Es una aspiración muy lícita querer 'la caseta i l’hortet', faltaría más, pero me apena que esta ambición surja porque hemos dado las ciudades por imposibles. Porque en esta renuncia amarga a todo lo bueno que sí tienen, a su capacidad transformadora, de progreso, y de darnos un futuro, perdemos los urbanitas nuestra patria