Cisma en el espacio posconvergente
Nada se destruye
Las luchas internas que acompañaron el nacimiento del PDECat reflejaban la existencia de un debate mal cerrado, tanto en términos estratégicos como de selección de cuadros dirigentes
Paola Lo Cascio
Profesora de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.
Paola Lo Cascio
Se ha recordado cómo la pendiente hacia el <strong>conflicto explícito dentro del mundo convergente</strong> empezó con la confección de listas para las elecciones del 2017. Pero si se quisiera ir al fondo, se podría decir que algunas de las fallas tectónicas que ahora se aprecian en la superficie de la piel de lo que fue el 'pal de paller' de la política catalana durante más de dos décadas empiezan a gestarse en el 2003, cuando, una vez retirado Jordi Pujol de la primera línea política, su sucesor Artur Mas, aun cosechando una victoria electoral, no fue capaz de hilar una mayoría de gobierno, abriendo la puerta a los gobiernos catalanistas y de izquierdas. En ese momento, muchos fueron aquellos que pronosticaron una desaparición de CDC fuera del poder. No acertaron, pero a la vista está que aquella experiencia marcó profundamente sus dirigentes, reafirmando la convicción de que la prosperidad de ese espacio político depende en definitiva de su capacidad de retener el control del Palau de la Generalitat.
Hay que decir que lo consiguieron: primero con el Mas merkeliano (en el 2010 y respaldado por un grupo dirigente nuevo, clara y orgullosamente neoliberal), y después con los fuegos de artificio del 'procés', en diferentes etapas. Después del duro correctivo del 2012 y hasta el 2015 simultaneando los recortes más salvajes de Europa (nunca olvidar las palabras de Santi Vila, cuando afirmaba que hubiera sido imposible disminuir en tal medida el gasto social sin una narrativa de esperanza en términos nacionales), y la competición con ERC -disfrazada de colaboración- en un escenario de creciente dificultad, debida a la confesión que destruyó la imagen pública del fundador y la emergencia de movimientos sociales y políticos que impugnaron la gestión de la crisis que hicieron los ejecutivos nacionalistas.
Por todo ello, del 2015 al 2017 se subió la apuesta: la insistencia en la formación de la lista única de Junts pel Sí, la renuncia de Mas, la presidencia de Puigdemont y el precipicio del octubre del 2017 pueden tener muchas lecturas, pero, sin tener en cuenta las dificultades del espacio convergente de mantenerse al frente de las instituciones autonómicas, nada puede ser explicado sin un mínimo de solvencia. El atribulado nacimiento del PDECat en el 2016 fue un espejo de ello: no tanto o no solo por la convicción de que alejarse de la imagen del partido matriz -salpicado por los casos de corrupción- era imprescindible para seguir siendo competitivos, sino porque las luchas internas que acompañaron ese alumbramiento -de las cuales muy poco aún se sabe, y se intuye tengan un peso en el conflicto de los últimos meses- reflejaban la existencia de un debate mal cerrado, tanto en términos estratégicos como de selección de cuadros dirigentes.
Las convulsiones de los últimos tres años han impedido seguir teniendo juntos impulsos, situaciones personales y opiniones muy distintas, y llevado a una bifurcación. Una parte de ese mundo está convencida de que hay que extremar la apuesta populista (la confrontación con el Estado, la apelación a la transversalidad con la asunción de una retórica y una gesticulación subidas de tono): la respalda el atractivo resultado electoral del 2017 y la percepción -equivocada o no-, de que el independentismo confrontativo y el purismo nacionalista (siempre preparado a alargar la lista de los que se consideran traidores, o más propiamente 'botiflers') ya forman parte de la cultura mayoritaria de lo que fueron las bases convergentes y por lo tanto serán la clave para mantener el liderazgo. Otra parte -ahora escindidas en las dos ramas del PDECat y del PNC (que hizo un paso más, independizándose y planteando una vía autónoma, con la bendición del PNV)-, está en cambio convencida de que justo ahora, en la inédita dimensión pospandemia, estas mismas bases lo que piden es sosiego, estabilidad, competencia en la gestión, interlocución con el Gobierno central, y narrativa explícita de la defensa de los intereses de los sectores de las clases media y medio-alta catalanas.
El pujolismo supo en su día conjugar la excitación nacionalista y el pragmatismo con éxito, alternando la una y el otro según conviniese, y teniendo la receta secreta de las cantidades y los tiempos de cocción de los dos ingredientes. Parece pues que nada se destruye y todo se transforma, pero -a falta de una negociación de última hora que vuelva a recomponer lo que ya parece definitivamente roto-, esta vez serán los electores quienes decidan qué porción de una cosa y qué de la otra habrá sobre la mesa.
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