Desde Esplugues

El reloj vuelve a funcionar

Ayuntamiento de Esplugues de Llobregat

Ayuntamiento de Esplugues de Llobregat / periodico

Valeria Milara

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Mientras paseaba por la carretera de Cornellà, a la altura de las Tres Torres, hoy he visto cómo unas mujeres hacían taichí, o algo similar al aire libre. He visto gente camino del mercado y algún que otro niño con su cartera. Ahora me va gustando más esta nueva normalidad o como lo quieran llamar. Ahora, mientras teletrabajo con vistas a la calle veo de todo. Y es que Esplugues no solo es ese pueblo donde viven Shakira y Piqué y otros astros del balón. Debajo de Collserola, debajo de esa zona de casoplones y colegios vive el grueso de la población.

Cuando pudimos salir a la calle, vimos que convivir con este virus sí que entiende de espacio, y me refiero al físico. Todo era muy diferente en escasos metros de distancia. Solo hacía falta salir a caminar cruzando Laureà Miró hacia Collserola. Es literalmente como cruzar la Diagonal, calles despejadas y poca gente paseando. No hace falta cuando las propiedades superan metros y metros cuadrados... Pero a la que cruzabas la calle y te sumergías en la Esplugues de los mortales las aceras estaban llenas.

A los vecinos más integristas, o clasistas, o puristas, llamémoslos como queramos, les gusta remarcar que vivimos en Esplugues, no en L’Hospitalet, como si esto nos diera cachet. Cuando en tiempos de coronavirus ha quedado claro que si L’Hospitalet tose, Esplugues se resfría, porque ni tan siquiera nos separa una calle, sino que las compartimos, al igual que con Barcelona, Sant Just Desvern, Cornellà y Sant Joan Despí. Y esto es lo que me gusta de Esplugues, lo que la hace especial. Es como una pieza de carne entreverada, más sabrosa que la carne magra. Ciudad acogedora y variada, donde no hay viviendas baratas, porque de eso ya no queda en ningún sitio. Hay pisos pequeños, pisos normales, pisos con piscina… Gente necesitada, gente humilde, gente pudiente. Y hoy en mi paseo he visto que la vida volvía a funcionar y el placer ha sido máximo cuando he podido sentarme en la céntrica terraza del Avenç. Es como si el reloj del Pont d’Esplugues hubiera estado parado y ahora volviera a funcionar.