EL LABERINTO CATALÁN

Catalunyes paralelas

El virus no hace desaparecer por arte de birlibirloque los retos que existían antes de la pandemia, pero obliga a repensar su gestión

Carles Puigdemont y Quim Torra, junto a la tumba de Antonio Machado en Colliure, el pasado 22 de agosto

Carles Puigdemont y Quim Torra, junto a la tumba de Antonio Machado en Colliure, el pasado 22 de agosto / periodico

Andreu Claret

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Nunca, como durante este agosto, se había manifestado con tanta fuerza la existencia de Catalunyes paralelas. La de Prada de Conflent, donde Carles Puigdemont llama a los suyos a una "confrontación inteligente" con el Estado, y la que obliga a Quim Torra a anunciar, tres días después, medidas extremas destinadas a aplanar la curva del coronavirus. La primera, regida por el principio del placer, que diría Sigmund Freud, y la segunda por el de realidad que impone la progresión dramática del covid-19. ¿Con cuál nos quedamos? Sea porque han leído a Stephen Hawking, y creen que las leyes de la física cuántica rigen en la política, o porque creen a pies juntillas todo lo que dice Puigdemont, cientos de miles de catalanes siguen considerando que, en política, también pueden existir mundos paralelos. Mundos que permiten seguir soñando, por la mañana, en la independencia, y que obligan, por la tarde, a arremangarse para hacer frente a la tormenta perfecta del próximo otoño.

Alexis de Tocqueville advirtió, en el siglo XIX, que, "en política, lo que resulta a menudo más difícil de evaluar y entender es cuanto ocurre delante de nuestros ojos". Una admonición que resulta aún más cierta cuando los tiempos son convulsos, como los actuales. Evaluar el alcance de lo que ocurre y predecir lo que puede suceder es requisito indispensable para hacer efectivo el principio de realidad. Pese a los esfuerzos de todas las administraciones, pese al compromiso de la Unión Europea de insuflar millones en las economías más dañadas por el covid-19, y pese a la resiliencia de nuestra sociedad, el último trimestre del 2020 puede ser el de una convulsión social sin precedentes. Si le añadimos el reto de administrar la apertura del curso escolar en condiciones difíciles y precarias, la palabra 'convulsión' puede quedarse corta. Esto es lo que ocurre delante de nuestros ojos, y lo que toca asumir para evitar la catástrofe.

Ejercicio de desdoblamiento

La cuestión es si es posible llevar a cabo un ejercicio de desdoblamiento que exige poner en tensión toda la Administración y, al mismo tiempo, apretar, darle duro al Estado. Por un lado, llevar a cabo la 'confrontación' de la que habla Puigdemont y, por otro, afrontar los desafíos del inicio de curso y el final de los ertes que puede traer tasas de paro extravagantes. No creo que sea posible, ni me parece el fundamento de la estrategia 'inteligente'. ¿Y los presos? ¿Y nuestros sueños legítimos?, claman muchos independentistas. Tienen razón. El virus no hace desaparecer por arte de birlibirloque los retos que existían antes de la pandemia, pero obliga a repensar su gestión. No se trata de dejar de pensar en el futuro, ni de dejar de exigir una mesa de negociación, sino de hacer frente a un presente demoledor. Sumando esfuerzos y recursos, y buscando amparo legal en el Estado, si las cosas se complican aún más. En circunstancias tan extremas, no se puede pretender que la colaboración y la confrontación sean compatibles.

En la física cuántica, los agujeros negros son los que facilitan el tránsito entre dos universos. En política, nadie los ha identificado. ¿Cómo es posible negociar con el Gobierno de Pedro Sánchez el reparto de los fondos de Bruselas y, en medio de esta negociación (el próximo 11 de septiembre), llamar a sitiar edificios del Estado en Barcelona, como pretenden Òmnium y la Assemblea Nacional Catalana? Una cosa es la Generalitat y otra la calle, el pueblo, le han recordado a Torra, tras sugerir que la Diada debería replantearse para cumplir con las exigencias sanitarias. Otra vez dos mundos. Con los mismos actores yendo y viniendo de uno a otro, vulnerando el principio de realidad que obliga a establecer prioridades, a dejar de lado objetivos que ayer parecían apremiantes y a concentrar esfuerzos en la lucha contra el virus. A sumar para salir del atolladero.

Nací en el exilio (el que empezó en febrero de 1939) y sé lo que es ilusionarse, cada año, durante las cenas de Navidad, en que el siguiente sería el de la vuelta a España. Aunque no se puedan hacer comparaciones, todo exilio, sea impuesto o no, está marcado por el alejamiento de la realidad. Por la creación de un universo propio como el que recorre el libro de Puigdemont. Por un síndrome de extrañamiento que puede llevar a hablar y hablar, sin decir nada de los hospitales, las escuelas o las empresas de Catalunya. Esto queda para Torra, que es el que dispone de un artilugio que le permite, como en las películas de ciencia ficción, pasar de un mundo a otro sin morir en el intento.

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