MIRADOR
El mito de Juan Carlos I
Endiosado, codicioso y caprichoso, el emérito destruye su leyenda, zarandea la monarquía, desestabiliza al Gobierno y le hace gratis la campaña a Puigdemont. Recuperar la legitimación de la monarquía puede requerir una autodepuración ejemplar
Luis Mauri
Director adjunto
LUIS MAURI
Hubo un tiempo en que todo parecía más nítido. República rimaba con democracia arrebatada. Monarquía, con dictadura ominosa. Progresismo o inmovilismo. Líneas claras. Pero la historia se escribe sobre la marcha y sin tanta luminosidad.
A la muerte de Franco, Juan Carlos I fue coronado rey plenipotenciario (1975). Tutelaba al Gobierno y comandaba las Fuerzas Armadas. Podía empujar el país hacia una democracia parlamentaria o bien hacia una democracia aminorada o castrada. El búnker franquista presionaba con fuerza por la castración. No solo el búnker: Estados Unidos, alarmado por el vigor de los partidos comunistas en el sur de Europa, influía contra la <strong>legalización del PCE</strong>.
Juan Carlos captó que la tercera restauración borbónica solo hallaría legitimación popular y estabilidad institucional si satisfacía la demanda de libertad. España no podía seguir siendo un paria en Europa. El presidente del Gobierno designado por el rey, Adolfo Suárez (1976), no se conformaba con su papel de desguazador del régimen franquista; anhelaba desempeñar un liderazgo en la democracia que estaba al llegar. Las aspiraciones de ambos exigían desatender la obsesión anticomunista del búnker y Washington. Suárez acordó con Santiago Carrillo la legalización del PCE (1977) a cambio del aval comunista a la monarquía. No habría democracia castrada. (Y de paso, Suárez le endosaba un rival electoral a Felipe González, el ahijado de la poderosa socialdemocracia europea).
A destiempo
La compleja correlación de fuerzas de la transición sintetizó un símbolo aceptable para la mayoría de los actores políticos (incluidos los nacionalistas) y de la población. Así nació el mito de Juan Carlos I. Un mito construido a destiempo: no ha habido ninguna otra restauración monárquica en Europa desde mediados del siglo XX (a excepción del periodo 1946-1973 en Grecia), después de que la revolución soviética y las dos guerras mundiales acabaran con una docena larga de monarquías.
La Constitución (1978) ungió a la Corona como símbolo de conciliación. Y la actuación del rey la noche del golpe del 23-F (1981) sublimó el mito y engrandeció el consenso en torno suyo.
En las décadas siguientes, bajo el blindaje resplandeciente del mito, un Juan Carlos endiosado, codicioso y obstinadamente caprichoso se ha encargado de demoler piedra a piedra su propia leyenda. El empeño autodestructivo no solo ha sepultado su reputación; además hace temblar la arquitectura institucional del Estado.
Autodepuración
La transmisión sanguínea de la función pública carece de razón objetiva en la democracia. Solo una honestidad y una ecuanimidad ejemplares pueden otorgar a una monarquía el consenso necesario para pervivir como símbolo tradicional y representativo.
En un contexto político muy distinto de la transición, marcado al fuego por la mayor crisis territorial, la mayor crisis económica y la mayor crisis sanitaria conocidas en muchísimas décadas, el intento de recuperar la legitimación popular de la monarquía española puede requerir una autodepuración ejemplar. Autodepuración no es que el emérito se busque un refugio árabe a salvo de la justicia suiza, comprometa a Felipe VI, introduzca un factor de desestabilización en el Gobierno y, de carambola, le haga gratis la campaña a Carles Puigdemont y sus irredentos. Depurar es otra cosa, es limpiar de impurezas.
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