IDEAS

El tiempo y las familias

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Jordi Puntí

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Otro agosto, otra Natalia Ginzburg. Desde hace unos años, cada verano leo una de sus novelas. Ya me quedan pocas, tampoco escribió tanto, pero sé que el día que las haya leído todas podré volver a empezar de nuevo, y la aventura de releer será aún mejor. No es que las novelas de Ginzburg sean muy veraniegas: más bien convocan un clima otoñal o incluso invernal, con un punto melancólico –de alguien que contempla un paisaje frío desde una ventana solitaria–. Y sin embargo volver a ella cada verano es como reencontrar una familia que ves una vez al año, por vacaciones, y con cuatro conversaciones te ponen al día de su vida complicada. De hecho, a menudo tengo la sensación de que los libros de Ginzburg son como vasos comunicantes. Sus personajes (que viven en diferentes ciudades y épocas de Italia) se podrían conocer entre ellos, y ese aire de familia proviene, claro, de su estilo, de los intereses literarios. Quizá el rasgo más distintivo –lo que espero cuando leo sus novelas– es una mezcla de un humor cotidiano, que sale de su mirada sobre las vidas más normales, y de una tristeza latente, mortecina, que siempre está a punto para manifestarse también de la forma más natural. Y además a veces la tristeza y el humor se confunden.

El rasgo más distintivo de las novelas de Ginzburg es la mezcla del humor cotidiano y de una tristeza latente, mortecina, siempre a punto de manifestarse de la forma más natural

La Ginzburg de este agosto ha sido 'Querido Michele' (1973), una novela sobre las tribulaciones de una familia burguesa de Roma y sus diversas relaciones. En gran parte está escrita de forma epistolar y de vez en cuando me resonaba otro libro que avanza a través de las cartas que se envían los personajes: 'La ciudad y la casa' (1984). Ginzburg domina muy bien el estilo epistolar. Le permite construir tramas de intriga que avanzan según las versiones de cada uno, con una privacidad y un tono confesional que nos convierte a nosotros, lectores, en confidentes silenciosos. También le permite jugar con otro elemento que es esencial: el paso del tiempo. De una carta a otra pasan los días y las relaciones personales se enfrían o se excitan, las palabras ganan peso o se vuelven insustanciales, y nosotros nos dejamos llevar por este hermoso anacronismo: leer y escribir cartas.