IDEAS

Mi amigo el Simpa

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Miqui Otero

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La primera vez que vi a mi colega el Simpa, se estaba ciñendo una corona de cartón en un cumpleaños escolar en el Burger King. 

De origen misterioso, había llegado tarde al colegio, pero pronto había hecho honor a la polisemia de su mote: por un lado, todo el mundo se quería arrimar al sol de su simpatía y por el otro, nunca llegó a pagar nada. 

El Simpa, las primeras veces que viajamos el grupo de amigos, no era de los que preguntaban si esos cacahuetes en el mueble del hostal son gratis, porque no había nacido para discutirse por nimiedades. “El talento, como el dinero, solo se puede usar de una manera: derrochándolo”, decía, aunque el talento solo se le manifestaba en la habilidad de no derrochar dinero jamás, pese a, en teoría, tener mucho más que todos los otros juntos.

Se despidió de nosotros sin defraudarse ni defraudar, al menos nuestras expectativas

Cuando hacíamos botellón y el que bebía el último sorbo debía pagar la siguiente litrona, se las arreglaba para salvarse dando generosos tragos al principio o mojándose apenas los labios en el tramo final. Ya mayores, era de los que cuando se olía el pálpito de la cuenta, sentía unas ganas innegociables de levantarse para ir al baño (se iba con una revista y a veces no volvía hasta una hora después). También llevaba siempre el mismo billete de 5.000 pesetas y cuando llegaba el momento de apoquinar lo sacaba y esgrimía: “Pobres, se van a quedar sin cambio”. Solo cuando cambió la moneda, se vio obligado a cambiarlo por uno de 50 euros (sospecho que el original, con la efigie de Juan Carlos I, su faro moral, lo retiró con honores ennmarcándolo en su habitación). 

Se despidió de nosotros sin defraudarse ni defraudar, al menos nuestras expectativas. Ese día habíamos decidido pagar a escote y él llevaba horas asomándose a los de nuestras amigas. Llegada la ronda de pacharanes, se levantó y todos pensamos que se trasladaba temporalmente al lavabo, pero ya no volvió. Hubo en el grupo quien lo elogió: teníamos fama de irnos sin pagar de algunos bares y de este modo nos ahorró su compañía para salvaguardar la buena imagen del grupo. “El Simpa, qué rey”, dijeron mis amigos. Nos había dejado una servilleta de bar donde todos leímos: Gracias por su visita.