Jóvenes desconfinados

¿Rebeldes o irresponsables?

La responsabilidad hacia los mayores no ha sido un ingrediente que forme parte de la educación de las jóvenes generaciones en este país

botellón

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Marina Subirats

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Es casi un tópico opinar, en este momento, que el comportamiento de la gente joven en relación a la pandemia es consecuencia de su irresponsabilidad. Encuentros, abrazos, rechazo de las precauciones prescritas... acaban por contagiarse y constituir una amenaza de nuevos confinamientos y desastres económicos. ¿Son realmente irresponsables o se trata de un cierto desprecio de las normas colectivas? ¿No comprenden la gravedad de la situación? Merece la pena que tratemos de entender el porqué de estos comportamientos y, sobre todo, que nos están diciendo con tales gestos.

Hay que recordar, en primer lugar, que no todo el mundo actúa del mismo modo. Es un punto de partida indispensable; estamos en una etapa en la que a menudo se tiende a dividir a la sociedad por grupos y a enfrentarles, acusando a unos o a otros de todo aquello que no nos gusta. Hay que buscar culpables, y siempre son los otros. Y, en este caso, es imposible cuantificar las actitudes, pero se trata de una minoría de jóvenes, no de todos ellos.

Dicho esto, es cierto que se observa en nuestra sociedad una falta de responsabilidad de los jóvenes hacia los mayores. A partir de la transición política y de modo creciente se ha dejado de transmitir a las nuevas generaciones la idea de la reciprocidad; por una parte, han desaparecido las razones que obligaban a las generaciones anteriores a interiorizar una serie de deberes respecto de sus mayores; el sistema de pensiones tiene grandes ventajas, pero supone precisamente que los jóvenes puedan desentenderse de las necesidades familiares. En una investigación que he mantenido abierta durante años pido a adolescentes que me describan un día de su vida cuando tengan 40 años; solo unos pocos chicos y chicas dicen que van a trabajar mucho para que sus padres puedan tener una buena vida en la vejez, puesto que vivieron muchas privaciones. Y no falla: son chicos y chicas inmigrantes, procedentes de otras culturas en las que la solidaridad entre generaciones es aún una transmisión sistemática. Nunca he encontrado a alguien de origen catalán que haga este razonamiento. ¿Acaso son más egoístas? No, simplemente la responsabilidad hacia los mayores no fue un ingrediente que formara parte de su educación.

Por otra parte, las generaciones mayores han adoptado la idea de no ser una carga para sus hijos e hijas. En un estudio en que exploré esta cuestión, las respuestas fueron claras: ¿A quien acude usted en caso de enfermedad, de dificultades económicas o de otro tipo? Entre la gente joven, la respuesta “a mis padres” era la más frecuente; entre la gente mayor, la respuesta “a mis hijos” era casi inexistente. Ello responde a una realidad: en momentos de crisis económica son los padres y madres los que han contribuido con sus pensiones a la supervivencia familiar, y raramente ello ha sucedido en sentido contrario.

Se trata de unas generaciones jóvenes educadas para estudiar -la única exigencia de las familias, en general-, ganar dinero y divertirse. Una diversión codificada por la publicidad y los medios: botellón, disco, sexo, alcohol... De pronto, todo esto quedó prohibido. Y frente a esta prohibición aparece el deseo de transgresión. A menudo se trata de personas que no experimentan ningún vínculo con la ciudad, con la sociedad; pero pensemos por un momento en cómo han sido acogidos tantos chicos y chicas cuando han querido entrar en el mercado de trabajo: “no hay nada para ti”. Y si hay algún trabajo, es precario y mal pagado, sobre todo para quienes no han estudiado. Aparentemente no deben nada a las generaciones anteriores, piensan que les cerramos el paso, y por tanto, en su mínima parcela de poder, a menudo solo su cuerpo, “hago lo que me da la gana”.

Hay sin embargo una segunda forma de protesta contra la sociedad que hemos creado. Durante el confinamiento hemos visto chicas y chicos que se ocupaban de sus padres, abuelos, amigos y vecinos mayores, que les llevaban comida y los atendían cada día. Y es que, frente al individualismo dominante, existe también una reacción de gente que añora la comunidad, que la necesita, que no concibe la vida si no es en relación con las personas queridas y con el entorno. Gente que justamente quiere cambiar muchas cosas porque no está de acuerdo con vivir en una sociedad tan desigual, tan fría, tan aislada y a menudo tan superficial. No es por azar que regresa la voluntad de vivir en comunidad, la idea de reforzar lo que es común; otra forma de protesta contra un estilo de vida que nos empuja al individualismo y a la falta de solidaridad.

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