La inviolabilidad en la Monarquía

El ocaso de un rey

Un Estado y su prestigio no pueden depender jamás de una sola persona o una institución, porque ambas son siempre efímeras

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Jordi Nieva-Fenoll

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Por ser jurista y particularmente procesalista, he pedido para el rey emérito la presunción de inocencia, como he hecho siempre con cualquier involucrado en un proceso penal. No creo, no obstante, que sus culpas, si las tuviere, tengan que enjugarse con sus méritos. Eso es algo que correspondería determinarlo, en todo caso, a un Gobierno a través del indulto. Pero los tribunales deben juzgar ajustándose a la realidad de los hechos sin excusas morales o políticas. Así debe ser si la justicia debe ser igual para todos, como el mismo asertó en un discurso de Navidad.

Con todo, se observan movimientos políticos y periodísticos que debo comentar porque pueden llegar a afectar a ese proceso judicial. Durante años existió un poderoso 'establishment' que influyó con contundencia y eficacia para que no se hicieran comentarios negativos sobre el rey emérito. Salvo con la publicación satírica 'El Jueves' y algún otro medio o periodista más, sin duda lo consiguieron. Pero ahora mismo parte de ese mismo 'establishment' parece haber decidido dejarlo caer, destacar sus faltas y hasta recomendarle el exilio como forma de proteger a Felipe VI y, a la postre, a la monarquía como modelo de Estado. Otras voces de ese mismo 'establishment', ahora mucho más minoritarias, se inclinan por seguir protegiendo a Juan Carlos. Finalmente están los republicanos, que parecen haber aumentado su número o tal vez perdido el miedo, y que aprovechan el detallado recuento de fechorías que hace el primer grupo para pedir un referéndum que tal vez acabará siendo inevitable.

Un privilegio medieval

Algunos dijimos hace meses que proclamar la inviolabilidad incondicional del emérito hasta su abdicación era un mal camino, por mucho que lo hubiera propiciado el Tribunal Constitucional. Al fin y al cabo no deja de ser un privilegio medieval, lleno de superchería pseudorreligiosa, sin otro sentido hoy en día que una vergonzante impunidad impropia en una democracia. Hace pocos días, además, el Tribunal Supremo de los EEUU dio un impulso a esta tesis limitadora de la inviolabilidad. El presidente de una república no es intocable, dijo el tribunal. Como tampoco lo puede ser un rey en una democracia.

Una escena de una película de Clint Eastwood –'Sin perdón'- lo ilustra muy bien. Un pistolero que se hace llamar Bob el inglés se jacta de que no habría ningún problema para matar a un presidente, pero que en cambio ningún asesino se atrevería a disparar sobre un rey. Explicaba Bob que sus manos temblarían y abandonaría la idea del homicidio admirado ante la magnificencia de la figura real. Bob, sin duda, es contrario a la existencia de EEUU un siglo después de la independencia, y desprecia la república por puros prejuicios de los que ha hecho una forma de comportarse e interactuar en sociedad. Atribuye a la monarquía virtudes sobrenaturales que ni siquiera sabe detallar.

La monarquía en una democracia vive de ese etéreo prestigio social, asentado en muchos gestos estudiados, un protocolo y unos formalismos pomposos, así como en un conservadurismo profundo que ve en el rey una figura de garantía y permanencia del Estado y sus instituciones. Es un planteamiento peligroso y muy ingenuo. Un Estado y su prestigio no pueden depender jamás de una sola persona o una institución, porque ambas son siempre efímeras.

La independencia judicial

Desde luego, un juez tampoco debe depender de ese planteamiento porque perdería su independencia. Pero tampoco hay que olvidar que un rey, aunque sea emérito, habrá perdido ese halo de magnificencia si debe comparecer ante la justicia. Y en ese momento comienza su imparable ocaso. Un proceso judicial puede llevarse por delante, sin duda, hasta la institución que representa. Los interrogatorios son crueles, igual que los alegatos de los letrados. En ese contexto, la defensa de un abogado basada en su trayectoria democrática podría sonar hasta ridícula. E insisto, esa trayectoria debe ser ajena a los jueces para juzgar los delitos que se le imputen.

Confiemos en que nadie tenga la ocurrencia de interferir en la labor judicial, porque se podrían provocar aún mayores problemas de Estado. Cualquier intento de influir en la justicia sería atribuído al actual rey, lo que sería letal para él. Hay que tener gran cuidado, no sea que en la defensa de una forma de Estado acabe perdiéndose el mismo Estado. La labor metódica de fiscales y jueces, nacionales y extranjeros, no se detendrá.

Por cierto, una reforma saludable para la propia monarquía sería la supresión del incomprensible aforamiento del rey emérito ante el Tribunal Supremo.

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