Tiempos convulsos

Somos un cuervo blanco

A menudo perdemos una brújula esencial y que durante la pandemia es lo único que nos ha orientado: los afectos, los cuidados y nosotros como seres vivos y parte de la naturaleza corpórea

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Ángeles González-Sinde

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De lo que más ganas tenía era de caminar, aunque fuera obligatorio ir sola, más aislamiento dentro del aislamiento. En cuanto dieron permiso para los paseos, me eché a la calle. Era un sábado y no me importó madrugar. Me cruzaba con otras personas, pero en mi barrio las avenidas son amplias y no nos rozábamos. Chocaba verse libre para deambular y redescubrir las calles, no más allá eso sí, de un kilómetro desde casa. Libres y soberanos para ver a extraños después de tantas semanas de no ver más que a la cajera del supermercado, al panadero y a los convivientes.

Cuando la hora de los adultos terminó, arrancó la de los niños y aquello fue lo más parecido a una revolución espontánea que se ha visto. Ante las imágenes en los telediarios de padres y criaturas apoderándose de los parques, algunos temerosos exclamamos: «¡Qué barbaridad, qué descontrol! ¡Que alguien los detenga!». Después fuimos atravesando fases en las que, como a los presos, se nos iba concediendo un grado más de libertad, pero muchos nos sorprendimos no haciendo uso de ella. Nos habíamos acostumbrado a estar en casa, a no viajar, a no vernos con los amigos más que por pantalla, a dar pésames sin abrazos a quienes perdían a sus allegados, a tener como interlocutores a los pájaros. Y nos bastaba. 

Mi domicilio era mi universo

Al fin abrieron las tiendas, los restaurantes, los bares, pero tardé en pisarlos. Mi domicilio era mi universo. La primera salida a otra casa a tomar café terminó pronto, quería volver a mi nido. Algún tiempo después ya fue inevitable acudir a una reunión de trabajo presencial. Era en la otra punta de la ciudad. Sin haber tocado el coche durante meses más que para dar vueltas a la manzana como una tonta para cargar la batería, no me sentí capaz de cruzar la urbe al volante. Pedí un taxi. Cuando regresé a casa por el mismo medio, me tuve que meter en la cama. No sé si era mi mente o mi cuerpo, pero estaba extenuada. Pensé entonces en las personas recluidas en las cárceles. Qué difícil salir tras años confinados en un recinto cerrado con normas y horarios decididos por otros. Qué poco les ayudamos.

Aquí estamos, de vuelta en la vida de siempre, pero con mascarillas estampadas. Con distancia física, pero retomando las viejas rutinas. Más o menos. Dicen que el descalabro económico es terrible, que la pobreza extrema se dispara. Vaticinan un otoño nefasto, largos meses, quizá años, hasta recuperar los empleos de antes. Dicen que esta pandemia ha enseñado la cara oculta de la globalización demostrando que el sistema es inconsistente, que donde hemos puesto el dinero no hemos puesto humanidad ni sensatez y que las reglas que nos hemos dado para gobernarnos son más adecuadas para planillas de contables y máquinas de calcular que para seres humanos de hueso y carne, con sus fortalezas, sus debilidades, sus circunstancias cambiantes, sus diferencias y peculiaridades, su historia. Dicen que para sobrevivir será obligado buscar una convivencia en la que podamos aspirar a una vida digna todos, no solo la mitad de los hombres y mujeres del planeta.

Chiquitos como un insecto

Contra todo ese pesimismo, contra la especulación interesada, sea ideológica o económica, contra la codicia y la fragilidad de la memoria que nos hace olvidar cuanto no está al alcance de nuestra vista, está el arte. En eso pensaba esta semana mientras entraba en el antiguo invernadero del Parque del Retiro de Madrid. El Palacio de Cristal alberga una instalación del artista kosovar Petrit Halilaj. Flores a una escala enorme cuelgan del techo y nos hacen sentir chiquitos como un insecto. Las patas de un enorme pájaro ocupan el centro y las ramas estilizadas de los chopos nos recuerdan que estamos en un nido, nuestro nido, el planeta Tierra.

Un hombre-pájaro completamente blanco mira melancólico por el ventanal abierto. Aunque va impecablemente trajeado, es el cuervo que nunca encajará con las expectativas de su especie, pues no será negro, sino lo que es: una excepción. Se aferra a un poste desgastado que acoge amorosamente entre sus brazos, depositando en esa estaca la ternura que no puede expresar hacia otros. Los apegos, la belleza de la naturaleza, las flores que a lo largo del tiempo hemos regalado o recibido, los pájaros del parque que revolotean entre las obras de arte por voluntad del artista, nos hablan de lo que es o debería de ser esencial, una brújula que demasiado a menudo perdemos y que durante la pandemia es lo único que nos ha orientado: los afectos, los cuidados y nosotros como seres vivos y parte de la naturaleza corpórea.