Mundología
Trabajar de camarero, un máster
Trabajar una temporada de camarero, preferentemente durante la adolescencia, debería ser, si no obligatorio, sí muy recomendable. Un sacrificio placentero convertido en aprendizaje vital. A mí, a los 16 años, me cambió la vida pasar los veranos currando en el hotel La Masia de Llavaneres, hoy reconvertido en residencia de ancianos -quién sabe si me va a tocar volver, pero ahora como cliente-. Allí viví un máster acelerado de mundología. Tras salir del cascarón familiar y escolar, caes de bruces en la realidad. Aprendes que hay uno que manda y otros acatan. Que el que paga manda y mangonea. Que hay un horario sagrado, el que decida el jefe. Que todo es trabajo de equipo, pero que tú no eliges dónde juegas. Y sobre todo descubres que hay clientes.
De la noche a la mañana, alguien como tú, por estar al otro lado de la barra te trata diferente, con altivez. Aunque también los hay misericordiosos, recuerdo esa viejecita a la que me tocó servir mi primera paella. Mientras el vapor me nublaba la vista le iba desperdigando los granos de arroz por el mantel que ella recogía parsimoniosamente con la mano y devolvía al plato. También aprendí la teoría de la relatividad. Un día se me cayó al suelo una bandeja con copas. El jefe me fulminó con la mirada y me abroncó delante de todos. Tras recoger el estropicio me fui a un rincón compungido. Se me acercó un camarero veterano y me consoló: “tranquilo chaval, él nunca rompe nada, porque nunca mueve nada, tú montas el comedor y trajinas mil copas al día”.
Hay muchos otros aprendizajes. La importancia de ser atento, ordenado, aseado, simpático… Aprendes el secreto de porqué los camareros ligan tanto. Y ya nunca más en tu vida, vuelves a gritarles 'chitz! chitz!' para llamarlos. Siempre dejas algo de propina. Sabes con que ilusión se van a repartir el bote. Pero hay otra enseñanza crucial: recibes tu primer dinero, que tiene un sabor delicioso, diferente al que te daban tus padres. A partir de aquí, descubres que la vida no es gratis.
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