Análisis
Espejismos en el desierto
Ernest Alós
Coordinador de Opinión y Participación
Periodista
Ernest Alós
Hace unos días, sus abuelos le enseñaron a mi hijo mayor una fotografía. Plaza Reial, 1962. Mi padre en la Lambretta 150, mi madre en el sidecar. Coches aparcados y, detrás de ellos, un Seat 1400 acercándose, quizá esperando a que les tomaran la foto para pasar. Supongo que sin pitar, por las caras relajadas de mis padres (qué guapos, por cierto); pero tampoco sería de extrañar que el conductor le estuviese dando a la bocina sin que nadie reparara en ello en medio del maremágnum. Cuando yo nací se pasaron al 600: aparcado en un bajo de la calle Barra de Ferro, la excursión dominical empezaba circulando por la calle Montcada, doblando por Carders y parada en la plaza Sant Agustí Vell para comprar el diario (entre semana compraba el 'Siero' al salir de trabajar; los domingos quizá el 'Correo'). Viene a cuento esto por las lágrimas vertidas estos días a cuenta de las escenas de niños jugando frente a la Catedral o en una plaza Reial vacía, suspirando por lo poco que durarán esas escenas recuperadas de los 70, de los 80, de antes de que llegasen las hordas de turistas, cuando los niños jugaban a pelota, volaban cometas y los pájaros cantaban.
A ver: si esos niños hubiesen jugado en la calle en esas fechas (al menos en mis barrios) se los hubiese llevado por delante el 600 de mi padre. O los triciclos de reparto. O se las hubiesen visto negras para esquivar mil y un cachivaches. Y en los 80, si algo no era la plaza Reial era un 'chiquipark', y quizá se hubiesen llevado un susto. Aquello no era Sant Privat d’en Bas, que era un zoco. Y no por lo multirracial: aún recuerdo los primeros turbantes que descubrí en un bazar sij de la calle Princesa. Bien, yo no era un 'pinxo' de descampado, era un niño de piso. Excepto cuando nos llevaban al Parque (no hacía falta decir cuál) o cuando íbamos al terrado. Me da que había mucho más juego en los terrados que en las calles.
Esa sublimación de un pasado imaginado no deja de ser una fantasía. Y proyectar las fantasías al presente y al futuro está bien como acicate, para ir más allá de resignarse a que esto es lo que hay. Pero sin engañarse. Mejor la Ciutat Vella peatonal de hoy que aquello. Mejor que aún lo sea más, y con más espacios para jugar. Aún mejor, con niños para jugar en esos espacios. Infinitamente mejor, con padres que no teman por el futuro de esos niños, en el mejor de los casos, y en cómo poner un plato en la mesa, en el peor.
De esas imágenes con lo que me quedo no es con el espejismo de la fuente convertida en piscina infantil (uno, que es cenizo de natural, ve a esos niños jugando libres como lo podrían hacer durante una tregua en las ruinas de una ciudad devastada) sino con el desierto en el que podían jugar. El de los turistas desaparecidos, y con ellos el trajín de compradores, las colas en los museos (lo de estar solo mirando un Picasso está bien, pero a ver qué presupuesto lo aguanta), los incautos en las terrazas de la Rambla. Y el de los vecinos que no salían a reocupar las calles porque ya no están. El desierto residencial creado por el encarecimiento de los alquileres, el mercado especulativo del piso turístico, el monocultivo de los bajos comerciales con persiana aún bajada, la Rambla que los turistas transitan y los locales cruzamos en perpendicular. Puestos a imaginar, prefiero elucubrar cómo empezamos a llenar estos dos inmensos vacíos.
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