Ideas

Llegar ahora a este mundo

Llegar ahora al mundo es más extraño que meterse en una sala de cine para descubrir que la película es en armenio y sin subtítulos

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Miqui Otero

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Cualquiera que haya regresado de un parto para pasar la primera noche en casa sabrá reconocer estas sabias palabras: "Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas". Cualquiera con el suficiente insomnio y los suficientes sueños, que se haya visto chapoteando en esa marmita de euforia y temores, en ese Vietnam cruzado con el Verano del Amor, sabrá que Charles Dickens no escribió esas líneas sobre Londres y París ante la llegada de la Revolución Francesa, sino sobre cualquier hogar ante la llegada de un nuevo bebé que deberá enfrentarse al mundo. A este mundo.

Llegar ahora al mundo es más extraño que meterse en una sala de cine para descubrir que la película es en armenio y sin subtítulos. Es que te pongan una venda en los ojos durante horas, te metan en un avión y aparezcas en una terminal asiática donde no entiendes la señalética ni los letreros. Es llegar tarde a una boda cuando todos los invitados van borrachos y los novios planean su divorcio. Es ser un extraterrestre de misión en la Tierra o un abstemio en una Telecogresca. Llegar a este mundo raro ahora es, en definitiva, raro.

Llegar al mundo ahora es entrar en una escena sin sonrisas, porque abundan las mascarillas. Es colarte en una sala de espera justo antes de cualquier noticia buena o mala. Es aparecer en un lugar donde hace mucho sol y todos saben que ese sol es de tormenta, pero aun así no pueden no pasear con gafas de sol y brindar en terrazas, quizás precisamente porque saben que es el último sol antes de la tormenta. Es llegar a un lugar donde se opina tanto que ya solo se opina sobre las opiniones. Donde se lucha contra el nacionalismo enarbolando banderas y cualquier idiota que se consuela sintiéndose oprimido se equipara con un negro de Baltimore de vida nefasta. Donde puede caer el prestigio de un científico por llevar una chupa inadecuada (cuánto debería consolarnos, en este mundo, que un científico no sea tan autoconsciente de su imagen). Donde la escritora con más ventas desde la Biblia dice, en su Twitter de 15 millones, sentirse perseguida y no poder decir lo que quiere. Donde los más privilegiados lloran por la libertad de expresión, y la ponen con ecuanimidad mema por encima de cualquier reivindicación, sin darse cuenta de que lloran porque por fin se cuestiona lo que "expresan": son como ese padre idiota que se queja de que la madre le ha apretado demasiado la mano durante las contracciones. Donde seremos capaces de seguir discutiendo sobre la Comic Sans o si solo lleva tilde mientras se derrite el planeta.

A menudo repesco la imagen de esos dos niños que están peleando en su habitación. Discuten por alguna minucia infantil, pero llevan tanto rato haciéndolo que creen que es verdaderamente importante. Se insultan, patalean y se lanzan juguetes. Entonces los padres abren la puerta y, de repente, se dan cuenta de que las causas de su pelea no eran tan importantes y su sobreactuación, algo ridícula. Lo que pasa es que cuando alguien nuevo llega al mundo y a casa, en la primera noche, en el mejor y el peor de los tiempos, en la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación, es el padre quien se da cuenta de todo ese ruido idiota y estéril y feo cuando quien aparece en la habitación es esa nueva niña. Y se la queda mirando, en silencio. Y entonces teclea este texto errático en unos minutos intentando no golpear demasiado las teclas para no hacer ruido ni que se noten los nervios.