análisis
Mascarilla, póntela, pónsela
Mejor una charla amable que una pelea porque un viajero le dice a otro que use la mascarilla
Iosu de la Torre
Coordinador de Pódcast.
Periodista. Vasco de Barcelona. En EL PERIÓDICO desde 1986. Coordinador de Pódcast. Universidad de Navarra y Universitat Autònoma de Barcelona.
Ha llegado el día en que los presentadores del 'Telenotícies' den paso a la información escudados en una mascarilla. Sería la guinda perfecta para esos trajes tan niquelados con los que Carles Prats anuncia con idéntica naturalidad el último rebrote del covid-19, la patología más reciente detectada en el Barça de Setién y Bartomeu o el último botín suizo de Juan Carlos, el rey pretérito imperfecto.
Las mascarillas han venido para quedarse mucho tiempo. Más de lo que nos pensábamos. La gente en la calle lo sabe. Es más que una intuición. Una mirada rápida por cualquier ciudad ya no se sorprende al detectar a tantas personas enmascaradas. La incertidumbre, el miedo al contagio, las especulaciones domésticas y científicas les han convencido de que ya no se puede salir de casa sin el kit. La 'consellera' Vergès la reivindica como la mejor arma posible para frenar al bicho y así se lo comunicó ayer al gobierno de Torra. A la espera de que se decreten día y hora para la obligatoriedad de la mascarilla merece la pena recordar que el espantavirus debe ser utilizado adecuadamente, por encima de la seguridad psicológica que le otorgamos.
La pasarela urbana ofrece variados usos y modos con el tapabocas. Casi todos erróneos. Hay quien lo lleva en la muñeca como si fuera un 'nomeolvides', esa joya varonil y hortera tan inseparable en Sancho Gracia. O en el codo. O colgando de una varilla de las gafas. 'Nomeolvides', qué nombre tan adecuado para este tiempo de mascarillas. Y que equivocado lucirlo así, como amuleto. La posibilidad de quedar inutilizada la función preventiva se multiplica y el bozal ya es inútil.
A los émulos de Hanibal Lecter le sigue el modelo capitán Ahab, el arponero que perseguía a Moby Dick. Ajustada entre las orejas y la barbilla, con el paso acelerado en busca de una acera con sombra. Parece un carnaval de toscas caretas que devuelven la imagen de Carlos Barral, Josep Maria Castellet o de Llorenç Gomis.
¿Qué dirían estos sabios de haber vivido estos días tan tremendos? Quizá dieran con una explicación a la irrupción del protector en la vida de esas mujeres mayores que la tarde del lunes iban en un autobús calle de Balmes arriba y conminaron a un adolescente a bajarse en la siguiente parada por tener la ocurrencia de viajar sin mascarilla. «Estos jóvenes van a matarnos», clamó una voz desesperada recordando a los santos de tantos geriátricos.
Se abrió un debate entre el pasaje hasta la plaza Kennedy la censura de las ancianas, se les dio la razón y se les pidió calma porque el mensaje había quedado claro. Sin mascarilla, no. Póntela, pónsela, como en aquella campaña ochentera para el uso del condón.
Mejor una charla civilizada en el bus que una trifulca porque alguien le recuerde a un pasajero despreocupado que debería protegerse y proteger al resto de viajeros.
Póntela, pónsela.
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