La gestión política de la pandemia

Infantiles

Apelar a la ciencia cuando se decide por consideraciones políticas o económicas, como el niño que grita "¡casa!" jugando a pillar, es el recurso fácil para no dar explicaciones sobre decisiones que pueden ser impopulares

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Mar Calpena

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Una de las trolas más repetidas por parte de todas las administraciones durante esta primera ola del covid ha sido que las decisiones se tomaban por criterio estrictamente científico. Más allá de la dificultad real para que así sea –la ciencia avanza por ensayo y error, y también tiene sus sesgos- hay muchos ejemplos de que no siempre ha sido así. Veamos por ejemplo el plan de vuelta a las escuelas de la Generalitat: la 'consellera' Vergés lo justificó porque los niños “pueden transmitir la enfermedad pero en un porcentaje mucho más bajo” y que “todo hace pensar que es seguro llevar a los niños a las escuelas”. ¿Todo? No, todo no.

Ambas afirmaciones son, como mínimo, discutibles. Para empezar, las evidencias de las que disponemos sobre el contagio en niños no son concluyentes. De momento, en el Reino Unido, después de la reapertura de las escuelas a los hijos de trabajadores no esenciales, los contagios se duplicaron durante la última semana de junio, y superaron a los de los entornos hospitalarios. En Israel, las escuelas se han convertido en un vector de la segunda ola de contagios. Y el virólogo alemán <strong>Christian Drosten</strong> ha hecho público un estudio que revelaba que los niños no tienen menos carga viral que los adultos, y por tanto, son en principio tan contagiosos como ellos.

Las mascarillas

Que no se entienda todo esto como un alegato contra la apertura de las escuelas: hay también motivos de mucho peso para, sin embargo, sostener que en septiembre los colegios deben reabrir y que deberían hacerlo con algo parecido a la normalidad. Ni tampoco se me lea como una crítica solo a la acción de un Govern que, por otra parte, lleva confundiendo deseos con realidades desde hace una década. Porque también desde el Gobierno central se ha operado de la misma manera: se insistió al principio de la pandemia que las mascarillas no debían ser obligatorias “porque podían inducir a una falsa sensación de seguridad”, cuando en realidad lo que ocurría era que no había suficientes.

Las cifras de fallecidos quedaron misteriosamente estancadas durante una larga temporada –en teoría, por un reajuste en el sistema contable-, coincidiendo justo con la desescalada y el anuncio de la vuelta del turismo. Los datos que sí se anunciaban entonces se facilitaron de manera opaca y que se prestaba a errores de interpretación –por ejemplo, los famosos días en los que no se contaba con ningún fallecimiento, que no significaba que no los hubiera–.

Todo esto ya sería muy problemático si su único efecto fuera desgastar la confianza de los ciudadanos en el sistema político y sus representantes, pero es que también condiciona, por ejemplo, el seguimiento de las medidas de prevención, al proyectar falsas seguridades.

Afirma el filósofo Daniel Innerarity que la lógica de la campaña electoral ha invadido los tiempos de los gobiernos. Hay que ser generoso juzgando a las diferentes administraciones y las medidas que han tenido que tomar en medio de una situación dominada por la incertidumbre y en la que algunos han jugado a distorsionar todo lo que han podido. Tampoco tiene que haber sido fácil ponerse en la piel de Vergés, de Illa, o de cualquier otro servidor público que haya tenido que tomar medidas arriesgadas y potencialmente trágicas. Pero esta generosidad no debe hacernos crédulos cuando se apela a la ciencia cuando se decide por consideraciones políticas o económicas, como el niño que grita “¡casa!” jugando a pillar. Es el recurso fácil para no dar explicaciones sobre decisiones que pueden ser impopulares. No seamos tan infantiles como para renunciar a pedirlas.