Opinión | Editorial

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La calle no volverá a ser igual

Peatones y ciclistas deberán ganar espacio, pero también se deberá fijar cómo convivirá con ellos el tráfico que regresará a las ciudades

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Las calles de las grandes ciudades del mundo han sufrido durante lo más duro del confinamiento una transformación por causa mayor, forzada, con efectos que aunque hayan sido bienvenidos son provisionales. La constatación de qué sucede en una ciudad cuando se reduce el ruido, bajan los niveles de contaminación y el coche deja de ser el rey de las calles ha abierto los ojos a muchos. En el caso de Barcelona, el Ayuntamiento impulsó una batería de medidas, Obrim Carrers, que sincronizó el desconfinamiento con el ansia de los ciudadanos por volver a pisar las calles. Se han ampliado los espacios destinados a los peatones, los ciclistas y los usuarios de patines, y se tomaron decisiones de calado: ensanchar aceras, nuevos carriles bici, cortes de tráfico en días festivos... Una experiencia, más intensa como instrumento de concienciación que todos los días sin coches celebrados hasta ahora, que el ayuntamiento se propone ampliar, con el establecimientos de nuevos carriles bici en vías tan kilométricas y saturadas de tráfico como la calle de Aragó y el paseo de la Zona Franca.

La experiencia de haber conocido unas calles pacificadas quizá facilite que iniciativas como esta sean asumidas más fácilmente por la ciudadanía. Pero no debemos olvidar que hay otras razones de peso, sobre todo la emergencia climática. La necesidad de reducir las emisiones causantes del efecto invernadero (restringiendo la movilidad contaminante y sustituyéndola por nuevas tecnologías de transporte) y de limpiar la atmósfera urbana, ahora olvidada, en algún momento deberá volver a ocupar un lugar central en las prioridades.

La redistribución de los espacios públicos se ha llevado a cabo mediante lo que se ha denominado urbanismo táctico. Señalizaciones provisionales, objetos que actúan como lindes, pintura en el asfalto. La experiencia ha recibido críticas puramente estéticas, o aquellas reticencias que aparecen sistemáticamente ante cualquier cambio en el paisaje urbano, pero también hay objeciones que revisar. La señalización en algunos casos podría ser más clara. Y aunque la rapidez con que se debían tomar medidas no aconsejaba esperar a acometer obras duras, con el coste y dilación en el tiempo que requieren, la opinión técnica debería tenerse en cuenta a la hora de decidir qué nuevos espacios necesitarían intervenciones más contundentes para garantizar la seguridad de todos.

Resultará más fácil, ahora, impulsar políticas de restricción del tráfico contaminante y tomar medidas para ampliar el espacio disponible para peatones y ciclistas. Y muy probablemente se consoliden formas de movilidad sostenible y segura que han experimentado una eclosión, como la bicicleta. Pero es inevitable, y necesario, que a medida que se vaya reactivando la actividad económica, el reparto de mercancías, los desplazamientos al lugar de trabajo y por ocio, el espacio público deje de ser ese remanso de paz. Lo que no significa que no deba pacificarse. Será necesario un nuevo pacto, una nueva regulación, una nueva distribución del espacio público y el establecimiento de nuevos hábitos. Muchas ciudades, con ejemplos como el de París, ya están recorriendo esta senda.